Te recuerdo mi pequeña,
solo, como el día primero en que te ví.
Así, con la simpleza de una mirada limpia,
de un vestido rosa, de un par de trenzas,
de las medias escurridas y rebeldes,
de la falda escolar a cuadros y pliegues,
de la palabra tierna y breve.
Te recuerdo por la luz de tus ojos,
por tus caricias tímidas y nuevas,
por todo el ser que en ti crecía.
Te recuerdo niña de mis primeros años,
porque me amaste y dejaste que te amara;
porque nos pensamos noche a noche,
enlazando nuestros sueños adolescentes,
añorando tu ternura y mis afanes.
Te recuerdo porque era el tiempo
en que crecían las glándulas,
y nuestros cuerpos se necesitaban,
cargados de besos y de abrazos,
que generosos y a escondidas
prodigamos, para que el amor creciera,
para que el deseo incendiara,
para que el pecado acosara,
para que el desvelo invadiera
nuestras noches niñas, sin estrenar.
Te recuerdo, porque te conocí de niña,
esperándome en mi edad mejor;
porque nos bebimos la inocencia,
con amor puro, casi de santos,
con un arrebato de ángeles,
que descubren mil amaneceres,
con los corazones henchidos,
ciegos, sordos, lejos del mundo,
solos con nuestra soledad cómplice.
Te recuerdo porque entonces,
necesité tanto a Dios,
para tener a quien jurarle,
que te amaría hasta la muerte
y después de ella, no te olvidaría;
para suplicarle postrado
que su mano guardara tu corazón,
marcándolo para mi, por siempre.
Te recuerdo solo así.
Han pasado muchos años,
tantos, que somos otros,
casi extraños, casi desconocidos;
hoy es otra cosa,
por eso te recuerdo como te conocí.
Junio, 1975