miércoles, 26 de septiembre de 2012

YO NO QUERÍA PERDER (Fragmentos)

Cuando le cuento todo esto, siento que los recuerdos pesan más que los años. Es como si ellos fueran desfilando en busca de un camino de regreso, a veces rumbo al perdón y en ocasiones hacia la calma; tal vez un camino tapizado de nostalgia que también lleve a la felicidad, a una felicidad serena, algo escasa. Le escribo esto, porque ……… es mi forma de huir del olvido, de la desaparición; porque la vanidad de ser es tan fuerte que no perdona….cuando se camina raudo hacia la certidumbre de la muerte, de la nada temporal. Aunque no sé, por qué habría de ser esto algo trascendental o extraño, si desde que nací, la muerte me ha perseguido y creo que ya me alcanzó. 

Mi experiencia consciente, más antigua con la muerte, estaba vestida apenas de curiosidad. El primer recuerdo que tengo es un poco difuso; era una carroza grande, de madera negra brillante y embellecida con boceles dorados, delicados, que había reemplazado sus puertas laterales y estribos, por grandes vidrios encortinados con raso morado, a través de los cuales se veía el ataúd acostado con su muerto, rumbo al cementerio. La carroza era tirada por uno, dos o más caballos, percherones o jamelgos y acompañada de escolta tan numerosa, como fuera la importancia del difunto; desde un acompañante en el pescante, vestido de frac o saco y corbata, hasta un cortejo completo de a caballo, seguido por varios carros negros, grandes, Packard, Lincoln o Cadillac, de esos que llegaron al país por los años cuarenta, todos ellos adornados con coronas de flores en sus techos, con gente dentro, vestida de negro, como si el negro fuera el color del dolor y la tragedia. Si el muerto era cualquier Rodríguez, bastaba con la carroza de un caballo y un par de carros acompañantes, seguidos de otro par de buses, donde se acomodaban los amigos y conocidos, simulando ser dolientes. Para los muertos pobres no había carroza, si acaso un cajón barato llevado en hombros, y de cortejo, algunos pocos familiares y conocidos que lo lloraban o fingían llorarlo, porque de todas maneras, no hay muerto malo ni novia fea, y en este país que se precia de cristiano, se le daba importancia dominguera a los ritos de despedida de los muertos, tal vez por un mal disimulado temor angustioso, a que el difunto regresara del más allá, para cobrar la descortesía de no acompañarlo bien, en su último tránsito por la tierra de los vivos. Recuerdo que los caballos de esas carrozas iban dejando, de tanto en tanto, regados por la calle, montoncitos de mierda cuyo olor casi vegetal, se mezclaba con el aroma de lirios, anturios y azucenas de las coronas, para preñarse después con los distintos olores de lociones y aguas de colonia, usados en la ocasión, como muestra de distinción, elegancia y hasta deferencia con el difunto. De alguna manera los acompañantes vestían sus mejores galas para decirle a los dolientes –y quizás al muerto mismo- qué tan importante lo consideraban. Todavía puedo reconocer ese recuerdo en el olfato, teñido con un olorcillo a lavandería de barrio, un dejo de varsol, que en una tarde de sol bogotano, acompañaba al sentido cortejo hasta alguno de los tres cementerios que tenía entonces la ciudad. 

El muerto, vestido tan impecable como yo, se refugiaba hermético en su cajón, ocupando el centro de la sala y rodeado por sillas, sillones, asientos, butacas y taburetes, desiguales y destinados a las visitas que se asomaban al vidrio del ataúd para despedirlo, mientras se persignaban, como si ese gesto fuera un sortilegio o una contra, para que el difunto se fuera en paz y se desprendiera de cualquier intención de volver al mundo de los vivos para asustar o para llevarse a alguien hacia el reino del hades. A todos los visitantes se ofrecía generosamente café, agua de hierbas o aguardiente, servidos en vasos pequeños que se pasaban con frecuencia en bandejas diversas, ante la presencia inmutable del cuadro del sagrado corazón, que presidía todas las salas de todas las casas. Yo no tomaba nada de eso; se me antojaba que estaría tomándome algo del muerto mismo, y esa casi certeza, con los olores que venían a mi recuerdo, me producían un mareo particular, que me obligaba a huir a la primera oportunidad. Las pocas funerarias que había en Bogotá en esa época, que por coincidencia comercial siempre estaban cerca de un hospital, solo vendían los ataúdes y alquilaban lo necesario para la velación, hasta cuando la gente se dio cuenta de lo insalubre de la práctica, y debieron abrir en sus instalaciones, salas de velación y otros servicios, por los que cobran como si también fueran herederos de cada difunto. 

Al tío César lo llevaron a la funeraria por pura falta de espacio para velarlo en su casa. Su casa, era una pieza arrinconada tras la tienda de barrio que tenía. Doce o trece metros cuadrados de vivienda, bodega y penumbra con olor a viejo solterón y aguardiente, sin ventanas, con clavos grandes en la pared para colgar desordenadamente sus cosas, su ropa y cuanto cachivache fuera susceptible de colgar. Un espejo cansado y añejo que se esforzaba por devolver las imágenes de quienes se le enfrentaban, presidiendo un aguamanil con jarra y platón esmaltados, desportillados y amarillentos. Sobre una pequeña repisa adosada a la pared, colocaba sus cosas, la barbera, la brocha de afeitar, la crema y el cepillo de dientes, junto a un vaso de cristal opaco donde dormía la prótesis dental en las noches, cuando él se acordaba de sacársela. Arrinconada, una cama vieja, bajo la cual debía esconder sus posesiones, a medio tender con esa cobija gruesa de cuadros grandes, multicolores, que escurría hasta el piso de madera descuidada, donde asomaban olvidadas las chancletas plásticas que usaba el tío para ir al sanitario, ese rincón reducido donde cabía sólo él, parado para ducharse los domingos o sentado para desahogar sus intestinos, tras la cortina de hule que le había puesto como puerta a su privacidad, inocua privacidad ante la inmensa soledad de su cuarto. Algunos de ustedes sabían que de vez en cuando, lo visitaba una mujer y quién sabe si alguna más aceptaría la invitación de pasar un rato en ese cuarto deprimente, pero ninguna debió quedarse allí más de lo necesario para que el tío se echara un revolcón, bajo la luz mortecina del bombillo que pendía del techo con un cable retorcido. Al lado de la cama, una mesita de noche donde guardaba sus cosas más personales, haciendo juego con la lobreguez del cuartucho que a falta de muebles, almacenaba cajas de mercancía, unas sobre otras hasta el techo, todo encerrado tras una puerta de madera que comunicaba con la tienda, un pequeño abasto de barrio para vender al menudeo granos, licores, galletas, gaseosas, chocolates, dulces, sal, azúcar, jabones, cerveza y cuanta cosa fuera demandando el vecindario. De eso vivía, vestido con su blusa de trabajo, de dril amarilloso y su trapo recostado en el hombro, que le servía tanto para limpiar el mostrador como de arma mortal frente a las moscas que furtivas intentaban invadir el local, invitadas por los olores o sabores dulzones del negocio. Era el tendero de la cuadra y así lo pilló la muerte, cualquier día, sin darle ocasión a despedirse de nadie.

Después fue el abuelo Tomás. Era el más viejo de las dos familias; estaba de primer lugar en los turnos para acogerse a los beneficios de la muerte. Además, tenía demasiadas cuentas por pagar y esas pesan sobre los hombros, arrugan, envejecen, acobardan, apesadumbran y enferman. Las tías decían que los pecados cometidos en esta vida se pagaban una vez que estuviera uno delante del juez supremo. Yo creo, sin temor alguno a contradecirlas y agradado por eso, que las equivocaciones o desaciertos que se cometen, traen consecuencias que se tienen que enfrentar en vida, aquí, en lo que ellas llamaban “el valle de lágrimas”. Difícil me quedaba creerles en esa supuesta e interminable fila de millones y millones de almas medio desnudas, a la espera cada una de su turno, para enfrentar en su trono, al gran señor que no podía engañarse ni sobornarse, porque lo sabía todo y lo había visto todo. Seguramente verá todo, incluyendo circunstancias y atenuantes, cosas que muchas veces los humanos no vemos, limitados por los egoísmos. Me resisto a creer en esa fila de almas; semejante procedimiento burocrático riñe con la omnipotencia y con el hecho de que ciertamente tenga métodos menos rudimentarios. Usted nunca me habló de Dios, ni de estas cosas del juicio final o como le llamen; creo que supuso que eso era trabajo de las mujeres de la familia, de mamá o de las tías, o tal vez de la clase de religión. Eso me ha hecho pensar siempre que a usted tampoco le hablaron del tema; ni de ese ni del sexo. No me imagino al viejo Tomás hablándole del catecismo Astete, del arrepentimiento, del cielo o del infierno, aunque sí fue capaz de fabricarle infiernos a más de uno. 

Cuando conocí a Tomás ya estaba viejo; le temblaba todo el cuerpo, las manos inquietas no le permitían comer por sí solo; las mujeres le daban el alimento como a un niño pequeño y como a un párvulo lo regañaban porque no tragaba rápido, por el lento masticar, porque le chorreaba la comida por la boca a medio cerrar, porque las sometía a la tarea de servirlo, cuando lejos estaba de haberse ganado una dedicación semejante. Estaba sentado al borde de una cama en casa del tío José, metido en una ruana rala y oscura y se quedó mirándome en silencio, cuando le dijeron que era su nieto, hijo de Chucho. Yo tampoco dije nada, no tenía edad para charlar con un viejo desconocido ni algo en común para decirle. Me pareció ver en él su rostro, que cargado de cien años más y un montón de arrugas, salía de algún túnel oscuro, abrumado de culpas sin resolver y sin pagar, sin el valor suficiente para mirar atrás ni adelante, porque bien sabía que ya ni siquiera tenía un adelante, un futuro, que en el mejor de los casos, sería de unos cuantos meses. Pero se demoró mucho más de lo que él mismo hubiera querido; el tiempo le alcanzó para desfigurarle la memoria y la razón, llevándolo a transitar por la demencia y la estupidez. El tío José lo internó en un frenocomio de Sibaté en condición de loco decrépito inmanejable, porque había que dedicarle demasiada atención y en ocasiones se volaba de la casa, siendo una tarea pesada buscarlo y encontrarlo y más aún, hacerlo volver a la casa por las buenas. Pero de allí, también se voló un par de veces, quizás porque intuía en su senectud, que nada justificaba su presidio clínico y que suficiente prisión dictaba ya su conciencia agazapada. Se volaba no tanto por su astucia y premeditación, como por el descuido de los que fungían como enfermeros, que luego le pasaban la factura de su osadía, castigándolo con golpes solapados, pellizcos, baños de agua helada, gritos, insultos a sotto voce, que no dudo, sí alcanzaban a llegar al sentimiento del viejo, ya suficientemente ofendido por sus propias circunstancias.

Saber de la muerte de Tomás fue poco menos que una noticia lejana, percibida casi como rumor de rutina. Se fueron ustedes dos un sábado cualquiera y volvieron como se regresa después de cumplir con una tarea obligatoria, fastidiosa y breve. Mucho tiempo después, cuando los años fueron ablandando a mamá, me contó algunos pormenores del más triste de los funerales que yo haya conocido en las dos familias. No hubo ritual religioso -y no es que me importe como necesario-, no hubo cortejo, nada. Aquello pareció la parte final de un castigo diferido al que se le agregaba indiferencia y desprecio. El tío José determinó que un ataúd, común y corriente aunque barato, era un desperdicio enorme. Metieron al abuelo Tomás en un guacal de palo amarillo, mal armado y mal clavado, amarrado de cualquier forma y de peor manera trasladado hasta el hueco en la tierra de un cementerio del que nadie habló más. Lo arrojaron allí con tal descuido que el guacal cedió al golpe y al peso del difunto, desbaratándose y dejando a Tomás al descubierto sin que alguien le brindara un ápice de respeto. Las primeras paladas de tierra cayeron en su rostro desnudo de afectos; una tras otra se fueron acumulando sobre lo que quedaba de él, hasta taparlo y dar por terminada la tarea de sepultar a quien inspiraba indiferencia de unos y en otros, los suyos, un resentimiento rencoroso, alargado en el tiempo.


viernes, 3 de junio de 2011

De "Cuentan los que cuentan cuentos"

A LA ORILLA DEL RIO

Lucila confiaba en el río, le creía. De tanto verlo pasar, año tras año, con sus aguas amarillas pintadas de arenas traídas del pasado, había aprendido a interpretarlo. Sabía descifrar en los nudos y las ondas del agua, cuándo venían los días tranquilos o cuándo anunciaban turbulencias grandes o pequeñas para la gente del puerto. Era una rara especie de premonición sacada de la sinuosidad de las aguas. Nadie se lo había enseñado; “eso no se aprende, decía, sale del fondo del corazón, igualito que un presentimiento”. Solo Héctor su marido, supo de esa rara habilidad, pero nunca le hizo caso. “Son embelecos de mujeres”, le dijo despectivamente y ella nunca se lo volvió a mencionar. Solo le bastaba mirar al río desde la ventana del caspete, mientras preparaba el café, dejando que su mirada se deslizara río arriba y volviera despacio hasta el muelle de las lanchas, para alimentar su corazón con una certeza de calma o una ansiedad preñada del temor de que algo desconocido podía suceder a lo largo del día.

Esa ansiedad recostada en el corazón, en espera de algún hecho ingrato que confirmara sus predicciones, fue la que sintió aquel sábado que se atravesó en su vida, para dejarla sembrada en la tristeza de sus últimos treinta y dos años. A las cuatro y treinta de la mañana, como siempre lo hacía, bajó de su casa a la caseta del río, donde vendía café, bebidas y algo de comida a los viajeros del río que llegaban al puerto, para quedarse, para tomar el bus o para dejar la carga y seguir río abajo buscando la suerte, siempre esquiva para la gente anónima de los pueblos. Bajaban desde las cinco con el amanecer, buscando el café oscuro y cargado, los patacones, los huevos duros, el arroz con lisa, el sancocho de pescado, la cerveza enfriada con agua del río, o lo que hubiera en el menú de la caseta. Siempre había en el muelle, por lo menos tres lanchas en tránsito, dejando o recogiendo pasajeros y carga, con sus clientes, habituales u ocasionales.

Ese sábado bajó con los niños porque no había con quién dejarlos en la casa. Ricardito, el sobrino de Héctor, agarrado con sus ocho añitos de su mano izquierda, y su hija sosteniéndose de su derecha, para no dejar que se le espantara el sueño, con los ojitos entrecerrados y los pasitos erráticos de sus seis años, abrazada a su muñeca envejecida por los mimos. Los tres en el silencio de los afanes del negocio, recorrieron las pocas cuadras penumbrosas que los llevaban hasta el embarcadero, como devorándose una rutina cualquiera, que ha de irse, entre más rápido se cumpla. La caseta estaba hecha con estructura de madera forrada con láminas de latón. De cara al río se levantaba la media puerta que sostenida por dos varillas oblicuas a los lados del caspete, hacía de alero para albergar a los clientes. Héctor también había instalado un mesón hecho con un gran tablón que servía de comedor, rodeado de troncos que fingían ser sillas, para quien quisiera demorarse algo más del tiempo necesario, para tomarse un tinto y averiguar por los acontecimientos del puerto.

Lucila vertió el café en la olla de agua recién hervida y mientras revolvía la mezcla, se quedó mirando al río. No parecía traer algo extraño, pero no le gustó la apariencia amarillenta de siempre, oscurecida por la casi penumbra del amanecer; se le antojó moribunda, cargada de presagios, de aquellos que duelen una eternidad. Se llevó su mano libre a la altura del corazón y prefirió no pensar, no sacar conclusiones; solo sabía que la apariencia del río en aquella mañana, no le gustaba, algo quería decirle. Sacudió su cabeza para espantar los presagios y volvió a la conciencia de sus labores. Roció con su mano, agua fría sobre el café humeante para que “se asentara” más rápido y retiró la olla del fogón para darle paso a la olla del chocolate, pero en su rutina de realizar varias tareas simultáneamente, comprobó que no había chocolate en la caseta. Lo había dejado en la casa, listo para traerlo, pero allá se había quedado en los apuros de la rutina.

Podía mandar a Ricardito hasta la casa, pero nada le aseguraba que el niño tuviera la destreza de abrir el candado y soltar la cadena de la puerta, volver a cerrar, tal como ella acostumbraba y hacer los trayectos de ida y vuelta sin mayores demoras, sin dejarse distraer por cualquier cosa en el camino. Ese no sería el comportamiento de un niño y menos de uno como aquel. Seguramente se quedaría jugando por el camino o dejaría la puerta a medio cerrar y el asunto era para ya. Colocó las ollas calientes hacia el rincón del mesón de la caseta, apagó la estufa, mientras pensaba que podía dejar a los dos niños allí, entretenidos jugando mientras ella iba y volvía, lo que le tomaría a lo sumo quince minutos. “Se quedan ahí juiciosos sin tocar nada, les dijo en tono de firmeza maternal; si viene alguien, que me espere; yo no me demoro”, sentenció y salió a las volandas, como hacen todas las mujeres para cumplir con las expectativas de todo el mundo.

Los niños correteaban afuera de la caseta; él persiguiéndola con el acoso natural del macho a la hembra, amenazándola con una araña en la mano, rescatada de cualquier rincón, para asustar a la pequeña y refrendar el viejo poder del músculo. Dos vueltas a la caseta y el juego se convirtió en “escondidas”; la pequeña se refugió detrás de un promontorio de arena atravesado de camino al muelle; una inútil vuelta más del niño y el juego perdió atractivo para él. Volvió a la caseta y hurgó entre las latas hasta encontrar la escopeta de Héctor. La había escondido allí, para no tenerla en la casa y para tenerla a mano, por si fuera necesario defender el negocio de alguna posible amenaza proveniente del río y el niño lo había visto guardarla. Ahora estaba en sus manos y con ella, Ricardito se sentía con todo el poder para enfrentarse al mundo y también, para buscar a la niña, que suponía cercana y atemorizada, en espera de ser sometida como castigo por su cobardía. La buscó y la halló sin mucho esfuerzo, sentada tras el morro de arena seca. Ella, olvidándose del juego y de la araña, acariciaba el cabello de su muñeca, apoyada en su regazo, en un consentimiento parvulario, materno y protector, cuando lo vio parado frente a ella, apuntándole con la escopeta en actitud triunfal y definitiva.

Saltó de su escondite impulsada por un nuevo susto y corrió de nuevo a la caseta buscando refugio. Detrás de ella, el niño la perseguía, emitiendo sonidos de disparos con su boca, como lo hacían todos los niños del puerto, cuando jugaban a los pistoleros o a los vaqueros. Sin soltar su muñeca, que abrazaba dando y buscando protección, se acurrucó debajo del mesón de la caseta, atisbando a través de una rendija dejada por la mala unión de los tablones, con el deseo casi hecho terror, de que el peligro encarnado en su primo, desapareciera. Pero al otro lado de la rendija se asomaba el cañón de la vieja escopeta. “Usted me va a matar” le dijo trémula, tratando de alejarlo. El repitió con su boca el sonido de los disparos. “Si me mata, le cuento a mi mamá”, le amenazó buscando disuadirlo, pero ahora el sonido del disparo salió de la boca del arma, con un penetrante olor a pólvora vieja y un eco mortal que se negaba al silencio, en medio de la humareda dejada por el disparo.

La niña sintió un calor abrasador en la parte alta de su pecho y una sensación de abandono adormecido que la empezó a acunar, para apartarla suavemente de la existencia. Se desvaneció sobre el piso arenoso de la caseta, mientras la sangre infante de su pecho empapaba su vestido y sus ojos grandes, empezaban a cerrarse en un sueño sin retorno. El niño entró a la caseta y la vio tendida en el suelo. Sintió su propio cuerpo debatirse entre un calor húmedo que lo acusaba y el frío filoso de la impotencia; su boca perdió toda humedad y sintió aumentar el tamaño de su lengua; las manos no le respondían y la escopeta cayó pesada y brusca al suelo, abandonada y culpable. Salió corriendo sin rumbo con los ojos anegados en lágrimas dolientes, tal vez buscando a alguien que se doliera también por los dos. Le dolía por su prima, que quedaba allí tirada en el piso en medio de su sangre; le dolía por él mismo que había desobedecido la orden de no tocar el arma, lastimando a su prima a pesar de quererla entrañablemente; le dolía por Héctor y por Lucila, que se iban a enojar mucho; le dolía, porque había cambiado el rumbo de las cosas en esa mañana que todavía no terminaba de amanecer.

Ulpiano, el que ataba y desataba las lanchas, casi el encargado de organizar aquel embarcadero, fue el primero en llegar. Había sentido a los niños en su juego, pero no le dio importancia; oyó la imitación infantil de disparos pero los colgó de la indiferencia, hasta que lo sacudió el estruendo del disparo; lo sintió como un malvado ramalazo, de esos que asaltan la vida para recordarnos a todos nuestra pequeñez que disfrazamos de indiferente arrogancia. La caseta olía intensamente a pólvora, el humo flotaba azuloso en el aire caliente y luminoso de la mañana que nacía. Se arrodilló al lado de la pequeña y la acomodó entre sus brazos oscuros y fuertes, acostumbrados a la rudeza de las tragedias; acarició la cara de la niña, retirándole los mechones claros del cabello, para encontrase con los ojos a medio cerrar que se despedían de la luz y de la vida. La levantó del suelo y salió de prisa con ella de la caseta, esperando que alguien atajara aquella vida esquiva que se desvanecía por los caminos de la huida.

Lucila oyó el disparo cuando ya iniciaba el camino de regreso a la caseta. Algo en sus entrañas le dijo que aquel ruido, tenía que ver con ella; recordó el aspecto sinuoso y oscuro del río cuando abrió la ventana del caspete y recordó también que los niños habían quedado solos. Se sintió culpable y le faltó el aire; sus fosas nasales se abrieron más de la cuenta para darle el aire que necesitó en su carrera hasta la caseta, sintiendo un dolorcillo extraño en la nuca, que no era otra cosa que la manifestación de la premonición siniestra, que confirmaba sus temores de la madrugada. Se sintió culpable, se sintió lenta; le pesaban las piernas y el camino se le antojó más largo que nunca. Se tropezó con Ricardito que corría hacia la casa con los ojos cerrados, encharcados por las lágrimas. Lo frenó contra su regazo, en un abrazo que le evitó la caída pero que también buscaba atrapar las respuestas traídas a la fuerza. “Qué pasó?”, le preguntó una y otra vez sin que la respuesta encontrara el camino a través del llanto confundido del niño. Allí parados no estaba la respuesta; lo tomó de la mano y siguió el camino, preguntándole de nuevo, “qué pasó?” y “dónde está la niña?”, hasta que vio a Ulpiano acercarse a ellos, con la niña en brazos. Se detuvo a dos pasos de ella, moviendo su cabeza negativamente. El cuerpo de la niña, acunado en sus brazos, parecía más el de un pajarito aterido y enjuto, con sus bracitos y piernas, bamboleándose como colgajos al ritmo de la carrera afanosa del hombre. Había cerrado ya los ojos de sus seis años, despidiéndose de la vida en la última curva. Él sintió que también su aire se iba, pero supo que ya el afán no tenía sentido; solo la tristeza inmensa acompañó los pasos que lo fueron acercando a Lucila, mientras sus ojos viejos y su cabeza sudorosa y negativa, entregaba la mala noticia, sin pronunciar palabra.

El pueblo entero sintió el disparo; el eco fue llevando su sonido por los rincones, dejando en cada casa, un presagio, un lamento incierto, donde casi se sentía el olor a pólvora vieja y permitía adivinar alguna tragedia. Uno a uno fue bajando camino al río, sin que nadie les hubiera indicado el rumbo que había recorrido aquel estruendo, que todos decían haber sentido tan cercano, como surgido en el patio de sus propias casas y que Lucila revive, cuenta y recuenta cada vez que puede, con todo el detalle, para que el recuerdo no se duerma, concluyendo su relato con los ojos cansados, ya sin llanto y diciendo, “hoy tendría treinta y ocho”.


Bogotá, D.C., enero de 2008


ELLAS DOS….


Las vi desde mi ventana. Un grupo de tres o cuatro personas, un hombre joven, algo robusto, una mujer de apariencia mayor y las jóvenes; parecían estar juntos. Un grupo nada particular, como cualquier otro, esperando un bus que demora en pasar y entre tanto, hablarán de cualquier cosa, o de muchas cosas que los relacionan. Nada especial, supongo. Unos minutos después volví a asomarme a mi ventana. Es la ventana del estudio y por eso, cada vez que levanto la vista del teclado, para buscar una palabra, para redondear una idea y luego pincharla contra el teclado, la mirada se sale por esa ventana y tropieza con lo que invade la calle. Estoy en un edificio de apartamentos ubicado en la intersección de dos calles con bastante tráfico, de vehículos y de gente; gente que va y viene, que se atraviesa, que se detiene a esperar, a estorbar o a conversar.

Volví a mirar y ya no estaban los otros dos. El hombre y la mujer se habían ido; tal vez tomaron un bus y dejaron allí, solas, a las dos muchachas. Una, tenía el cabello más corto, ensortijado, medio desordenado el peinado, eso que ahora llaman informal, dejando ver pendiendo de sus orejas, grandes candongas brillantes, tal vez de plata, que brillaban con el sol al vaivén de los movimientos de su cabeza. Llevaba una chaqueta de cuero negro, de talle corto y unos jeans azules desteñidos; de su hombro izquierdo colgaba una mochila tejida en lana, de esas que usan los muchachos universitarios, como prenda infaltable de su indumentaria, casi a manera de identidad. Bajo la chaqueta, una camisa muy blanca, sin apuntar sus primeros botones para que se insinuaran juveniles sus senos.

La otra, vestía de forma más femenina, su cara un tanto más fina, cabello menos oscuro, liso, cayendo sobre sus hombros, un vestido corto de color verde claro, medias negras largas, cubriéndole toda la pierna y unas botas altas, hasta la rodilla, con un saco ligero de lana, que parecía cumplir apenas con la función de protegerla ligeramente de la brisa de septiembre cargada con un frío punzante que se resiste a ser dominado por el sol tímido, indeciso a calentar como debiera. Hablaban, las dos hablaban. Parecían compartir frases cortas, apenas suficientes para comunicarse y entenderse: Nada importante; podría haber mirado para otra parte o volver a mi teclado, pero se miraban con ternura, se percibía tanta ternura que no quise dejar de mirarlas.

Se abrazaban, una y otra vez, como si se estuvieran acordando de diferentes episodios por los cuales debían felicitarse o consolarse, y la mejor manera de hacerlo era esa, repetirse los abrazos. Pero eran abrazos de amantes, no hay duda. Una, la de chaqueta negra, pasaba su mano con delicadeza por la cara de la otra, retirándole amorosa los mechones de pelo y aprovechando para deslizarle suave y acariciadora, la palma de su mano por la cara. De nuevo se abrazaban y ahora la caricia por las mejillas era de la otra. Parecía que se estaba sellando una reconciliación, un reencuentro, algo que les confirmaba sus mutuos sentimientos. Eran amantes, no cabe duda. Pero aquello no me inspiró repudio, no. Me pareció una escena tierna. Tal vez porque la escena no fue fugaz, cosa de momento, que sólo deja ver algo anormal. No, aquello se prolongó para presentir más allá del pecado, más allá del juicio que condena la imagen por extraña a los valores.

Se abrazaron de nuevo, juntaron sus mejillas y luego juntaron sus labios suavemente, se miraron a los ojos sin desprenderse del abrazo, se acercaron ajenas al mundo entero y se volvieron a besar. La chica del vestido verde, de cabello más claro y más largo, metió los dedos de sus manos en las entradas de los bolsillos de su compañera, la de la chaqueta negra, asiéndola, manteniéndola cerca, para que sólo el tiempo pasara entre ellas; la otra, la tomó por la cintura, subiendo sus manos cariñosas por la espalda y bajando hasta consentir la raíz de las nalgas.

La gente pasaba a su lado, jóvenes y viejos; algunos miraban, otros fingían no verlas, como si no existieran, y ellas preferían que así fuera, que el mundo no las viera, que el mundo no existiera, que las dejara solas en medio del universo. Yo, las dejé allí, paradas en mi recuerdo.



Bogotá, D. C. septiembre 18 de 2010

De "La muerte es un cuento"

UNA AYUDA INUSUAL

Yo lo había visto, había estado con él todo ese día y me ayudó a arreglar la bodega. Dejamos todo impecable como al abuelo le gustaba. Cierto, no quiso compartir mi almuerzo, pero tal vez no tenía hambre; prefirió tomar varios sorbos de agua; tal vez el ejercicio le dormía el apetito. A mi me sucede todo lo contrario, la actividad física me produce más hambre y habíamos tenido una jornada pesada; entonces no entendía porque mi madre no creía, que el primo Alfredo había vuelto y menos que me había ayudado. Pues si, nunca había sido un dechado como trabajador y cuando se fue a recorrer mundo con la promesa de volver algún día, todos en la casa dijeron que “ahora si le iba a tocar duro, porque nunca se había acostumbrado a trabajar”. Yo en cambio pensé que se hacía el loco y fingía una vagancia que no sentía, porque detestaba que le dieran órdenes. Sin embargo había vuelto; después de tanto tiempo había vuelto y yo lo había encontrado a la entrada del pueblo, de regreso a la casa de la tía, con la misma tula de lona que se había llevado al hombro, cuando se fue. Lucía un poco mayor y más serio; no se reía como antes a carcajadas, pero sonreía aceptando todo lo que yo le decía; incluso se sometió de buena gana a mis órdenes sobre el arreglo de la bodega. Entonces por qué mi madre no creía que la faena estaba terminada y que el primo Alfredo me había ayudado?

Él había nacido unos diez años antes que yo y me crié a su lado, porque la casa de la tía y la mía, estaban pegadas y Alfredo permanecía más tiempo con nosotros que con su madre; por eso, cuando empecé a caminar, lo hice detrás de él, y para donde él iba, yo caminaba. Después fui con él a la escuela, haciéndonos cómplices de muchas pilatunas, evasión de clases, excursiones al río, tráfico de mensajes de los primeros enamoramientos y cuanta cosa se inventa uno de chino, para poder soportar la experiencia de crecer y enfrentarse al mundo de los adultos. Cuando tuvo la edad suficiente se fue al ejército, no por amor a la patria ni porque le gustara el servicio militar, detestando como detestaba que le dieran órdenes, sino porque aquello fue el mejor pretexto para largarse del pueblo, al que solo regresó cuando finalizó el servicio, dos años después. Entonces yo todavía era un niño y el primo Alfredo ya era todo un hombre, hecho y derecho, con muchas experiencias para contar, sin tener que pedir permiso a nadie para fumarse un cigarrillo de vez en cuando, ni para tomarse una cerveza en el pueblo cuando le diera la gana o para quedarse en la loma, el barrio de las mujeres, donde estaban los cafetines con sus fiestas interminables que se suspendían por cansancio, por semana santa o por la intervención de la policía, cuando las peleas de los clientes terminaban en botellazos o cuchilladas, que generalmente tenían a una de las mujeres como motivo de disputa. –“Parecen animales”, decía mi madre con desprecio, cuando se refería a los hombres que frecuentaban la loma y se sabía de sus peleas. “Se van a ir derechito para el infierno y ni se darán cuenta cuando les toque”. Al primo ya lo miraba con recelo y había advertido a mis hermanas que se mantuvieran lejos de él, porque según decía, “había traído muchas mañas del cuartel”.

Se dedicó a trabajar como ayudante de Bonifacio Cardona, el carpintero del pueblo, que conociéndolo desde niño, le fue enseñando los secretos básicos del oficio y le dió toda la autonomía que la imaginación del primo necesitaba. Casi todas las noches pasaba unas dos horas en la loma, para tomarse un par de “frías” y charlar con las muchachas, pero en las noches de sábado, se quedaba hasta la embriaguez, durmiendo con alguna de las mujeres hasta el domingo en la tarde, cuando volvía a casa de la tía para saludar “por si algo se ofrecía” y luego se sentaba conmigo en el portal de la casa para escuchar mis preguntas adolescentes, mientras se negreaba la tarde hasta meterse en la noche. Entonces comíamos afuera, con el plato en la mano, como lo hacían en el ejército, para seguir hablando de todo y de nada hasta que mi madre, desde su cuarto me gritaba que ya era tarde, que mañana era lunes, que tenía que madrugar a la escuela. Yo le devolvía los gritos diciéndole que ya iba, prolongando el proceso de obediencia un rato más, al embrujo de las ideas locas del primo.

Pero cualquier día agarró su tula de lona con dos mudas de ropa y se marchó carretera arriba, dejando en mi mente la impresión de que se había marchado caminando por siempre y cuando lo recordaba me lo imaginaba caminando por algún paraje lejano, cayéndole la tarde sobre los sueños. Se despidió diciendo que cuando se cansara de andar el mundo volvería para quedarse, que le compraría la carpintería a Bonifacio y se ajuiciaría. Prometió escribir de vez en cuando para contarme de su viaje, pero nunca llegó carta alguna ni volvimos a tener noticias del primo, hasta ayer que regresó y me ayudó a limpiar la bodega.

Hacía muchos años el abuelo había comprado la bodega en la calle de la galería y aunque siempre planeó montar una trilladora de café, un trapiche o una bodega de compra y venta de grano, nunca lo hizo; siempre que la limpiaba y la alistaba para aterrizar sus proyectos, se atravesaba algún arrendatario para instalar su propio negocio, aplazando las ilusiones del abuelo para los años que vendrían, hasta cuando esos años le trajeron inclementes, la artritis y después la muerte. La bodega fue su única herencia y usamos los arriendos para ayudar a suplir las necesidades de la familia, por varios años después de su muerte, pero hacía por lo menos dos, que nadie la tomaba y se habían acumulado en ella, tierra, basura, cacharros mal acomodados, cachivaches sin destino, muebles viejos sin oficio, baúles de recuerdos y otras muchas cosas propias y ajenas, que nos dejaron a guardar parientes y vecinos andando los meses, con la promesa incumplida de recogerlas pronto. Mi madre pasó una mañana por allí y entró para ver el desorden que habíamos acumulado en tan poco tiempo. Aquello era una afrenta para una mujer como ella, acostumbrada al orden y pendiente siempre del arreglo de la casa, hasta en sus momentos de descanso, en los que no soltaba el plumero de quitar el polvo, para estirar su brazo y pasarlo así fuera perezosamente por algún rincón al alcance de su reposo. Llegó disgustada a casa y convenció sin dificultad a mi padre para que asignara la tarea de limpiar la bodega, alegando que además era una terrible falta de respeto a la memoria del abuelo, que siempre se esmeró por tenerla presentable, aún en los momentos de su enfermedad. Mi padre aceptó que la faena había que hacerse, pero con su acostumbrada parsimonia le discutió la urgencia, prometiéndole encargarse del asunto y que “uno de estos días, le ponemos orden a esa ratonera”.

No obstante la tarea se aplazó por semanas porque mi madre tenía la costumbre de llenarse de asuntos urgentes, propios y ajenos, que se le atravesaban con los importantes, de la familia o de ella misma, y eso la mantenía un tanto distante del cumplimiento de las promesas de mi padre y una de ellas, de prioridad, era el ofrecimiento de ordenar la limpieza de la dichosa bodega. Pero la semana pasada recobró la memoria de las promesas recientes y volvió a exigir que se le cumpliera su demanda, por la memoria del abuelo. No había espacio ni forma de hacerle el esguince al compromiso y tampoco abundante mano de obra para cumplirlo. Mis hermanos no estaban disponibles; para mis hermanas era una tarea demasiado dura; mi padre debía ocuparse de su trabajo y sería una indelicadeza y falta de consideración, esperar que mi madre se ocupara personalmente del asunto; así que solo quedaba yo, calculando que escoger allí, lo que sirviera, organizar y acomodar, botar lo inservible, apartar lo ajeno y llamar a sus dueños para que decidieran el destino de sus guardados, era todo un proyecto que me tomaría por lo menos la mitad de mis vacaciones.

Entonces lo encontré, parado con su tula a la entrada del pueblo como si llegara con la madrugada, dispuesto a darme la ayuda que necesitaba. Nos saludamos como si solo hubieran transcurrido unas pocas semanas desde su partida; le comenté de mi tarea y se ofreció a acompañarme, caminando hacia la calle de la galería, mientras lo ponía al tanto de los acontecimientos de la familia, que finalmente no eran muchos, porque en el pueblo, pocas veces sucedía algo tan importante como para ser recordado o para ser contado. De cosas importantes le conté que su mamá y el abuelo habían muerto y me dijo tranquilo, que ya lo sabía y que también sabía de otros difuntos del pueblo, que habían dejado este mundo en su ausencia. Le pregunté sobre sus andanzas pero me contestó con vaguedades que no dejaban espacio a los detalles y que me hacían sentir intruso en sus recuerdos, que parecía querer dejar guardados detrás de sus párpados, donde se fabrican las lágrimas, para lavarlos cuando apriete la tristeza. Así que para evitar meterme en las vidas ajenas y darle satisfacciones adicionales a mi madre, comenzamos la limpieza de aquel desbarajuste que fue pasando de monumental a manejable y terminó siendo sencillo.

Alfredo trabajó con la fortaleza de varios hombres ágiles y expertos; fue determinando lo propio y lo ajeno y lo separó; desechando lo inservible con lo que hicimos una hoguera de varias horas al terminar la tarde. Con las cosas seleccionadas y contagiado por su diligencia, nos dedicamos al aseo sin parar hasta la hora del almuerzo. Mientras yo comía lo que me habían empacado y él tomaba su agua del chorro, seguía haciendo cosas, barriendo rincones y hablando; exprimiendo el trapero y silbando o recordando los viejos tiempos cuando éramos cómplices de las fugas escolares. Hablamos del abuelo y de sus últimos días y luego le hablé de la tía, que se había muerto cualquier día porque su corazón se negó a dejarse utilizar más para sufrir las ausencias. –“Amaneció muerta una mañana, con una sonrisa en el rostro”, le dije queriendo atenuar la noticia. “Mi mamá dijo que no había sufrido”, agregué buscándome un recurso de consuelo que él pareció no necesitar. –“Si, así fue”, dijo entre dientes. Le hablé de lo que pasaba en la loma, que no era muy distinto de lo que él mismo había conocido; me preguntó si yo lo frecuentaba y le contesté que solo había ido por allá un par de veces, por conocer. Me aconsejó dándome la espalda, que mejor no fuera por allá, sin darme más explicaciones. Un poco después de las seis de la tarde terminamos la faena, dejando al fondo y organizadas, las cosas nuestras que podrían ser útiles o comerciables. Muy cerca de la puerta, también organizadas de la mejor forma, quedaron los cacharros ajenos servibles, esperando por sus dueños. –“Si no vienen en ocho días, métele candela a todo eso”, me ordenó con la autoridad de familiar y dueño de aquel espacio. Salimos y le metimos candela a los desperdicios en un potrero vecino, dejando que las llamas subieran en busca de la oscuridad de la noche, contemplándolas por un rato. No supe en qué momento me quedé solo, mirando las llamas y oyendo el crujido de la madera y el chirriar de los plásticos. Me sorprendió la soledad, porque supuse que el primo volvería conmigo a la casa y comería con nosotros y nos contaría a todos sus planes y tendríamos oportunidad de agradecerle su ayuda.

Llegué a la casa, todavía con la esperanza de encontrarlo allí, sabiendo que esa hubiera sido una de sus bromas, adelantarse para sorprenderme y sorprenderlos a todos, antes de que yo pudiera llevar la noticia de su regreso, pero no lo habían visto y me miraban extrañados como si hablara de un fantasma.
-“Estoy hablando en serio; yo estuve con Alfredo todo el día, él me ayudó con la limpieza de la bodega”, les dije a mis padres como juntando pruebas para sostener mi afirmación. “Gracias a su ayuda, pudimos terminar de arreglarla y dejarla lista, como ustedes pidieron”, agregué para disipar las dudas.
Estaba disgustado por la desaparición del primo Alfredo, que de todas maneras me parecía una desatención con la familia y una falta de consideración con la amistad que habíamos tenido antes de su partida. Pensé que tal vez se hubiera ido a pasar su primera noche en la loma, con las muchachas y así, disgustado y cansado por el trajín del día, me dormí vestido, sin deshacer el tendido de la cama, hasta que mi padre entró a la habitación, pasadas las siete de la mañana, preguntando incrédulo, cómo había hecho todo aquel trabajo en un solo día, yo solo.
-“Ya les dije que encontré a Alfredo de regreso y él me ayudó. Sin él no lo hubiera podido hacer”.
Mi padre se sentó en mi cama, casi vencido por el argumento, mientras mi madre entraba al cuarto, con la misma cara de sorpresa y la mano tapándose la boca, como evitando que el alma se le saliera por allí, como ella misma decía. –“No puede ser, hijo. Es imposible! No te lo dijimos porque sabemos del cariño y la amistad que ustedes se tuvieron y estábamos esperando un momento apropiado para contarte…” Parecía alargar las frases y las palabras, para demorar el impacto pero prefirió callarse por unos instantes, para que mi madre continuara: -“Anteayer llegó un telegrama de tu hermano, dijo ella; el primo Alfredo murió la semana pasada en una pelea callejera en la capital. Por eso no pudo estar ayer aquí para ayudarte.

Bogotá, D.C., junio de 2006

"Las sombras del encierro" (fragmentos)

De “Las sombras del encierro” (Fragmentos)

Habían transcurrido, según mi memoria mal entrenada, algo más de treinta años desde que vine por última vez a la casa de la tía Matilde; pensé que ya no volvería nunca, porque todo el vecindario estaba amenazado por la inminencia de la demolición, para darle paso a una de esas avenidas que cuestan todo el dinero del mundo y luego se la entregan al usufructo de algún "avispao", como determina la dictadura de los demócratas. Dejé de visitarla no solo porque nos fuimos a vivir lejos de ella, sino también porque mi adolescencia se declaró en conflicto con la lobreguez de esa casona, cuya identidad yo encontraba también en todos sus habitantes.

Venancio, que murió cualquier día de esos en que uno se entera solo de sus propios asuntos, pareció siempre enmarcado a la perfección en el ambiente de esa casa. Lo recordaba con su impecable peinado lacio aplanchado hacia atrás, lustroso por la gomina de glostora; metido entre su chaleco cosido a la medida, del que colgaba su reloj ferrocarril de tapa y leontina; su corbata con nudo de corazón pequeño que fingía ser parte de su misma existencia, apretándole el cuello entre el aguante y la elegancia; las mangas de su camisa siempre de rayas, terminadas en puño doble para las mancornas, sujetadas a medio brazo con ligas de caucho para que sobresalieran por las mangas del saco, solo en la justa medida; sus zapatos siempre negros brillantes, soportando su estatura de apenas metro y medio, que contrastaba con la mayor estatura y volumen corporal de Matilde, mostrándolos como viviendo una eterna y lastimera relación, en la que el hombrecillo quedaba en tremenda desventaja física, facilitándome creer en mis primeros años, que tantos hijos de ese matrimonio, habían venido de París mediante una cigüeña, como me habían afirmado engañosamente. Luego de escapar al engaño, me costó trabajo imaginarlo como macho dominante del tálamo nupcial, produciendo excesos y embarazos. Esa figura pequeña de Venancio que yo recordaba, siempre cargaba en el bolsillo trasero del pantalón, un monedero de cuero redondeado de donde salían las monedas de padrino que él me obsequiaba en cada una de mis visitas, hasta cuando supuso sin consultarme, que yo había superado la edad de las monedas.

Así se fueron convirtiendo en recuerdos guardados y encerrados, que tomaban distancia con el tiempo, sin hacerle falta a la memoria del cariño, mientras yo iba armando mi propia vida al compás de mis propias equivocaciones. Primero se fueron las primas mayores del brazo de sus maridos, como lo ordenaban las buenas costumbres de aquellos días. Años después, fueron desfilando uno a uno los varones menores, cuando llegaban a la mayoría de edad y decidían liberarse de la asfixia de la casona familiar. Al final de las despedidas, sólo quedaron allí Matilde, Vito, Helena y Ofelia, apagándose poco a poco, cada quien al amparo de sus propias nostalgias, pareciendo que la parsimonia de sus vidas los hacía envejecer más rápido que a los demás mortales, como tratando de igualar la vejez de aquella casa.

Para los tiempos de ese recuerdo, Helena tendría algo más de treinta y cinco años y había sobrepasado los noventa kilos, repartidos en su escaso metro y medio de estatura, que empaquetaba en el traje sastre negro, de hacer visitas. Era un vestido de paño de dos piezas: falda tres dedos debajo de la rodilla y chaqueta corta sobre la blusa blanca de boleros, que se salían rebeldes por arriba del cuello y se asomaban generosos por las mangas del saco. Era el atuendo guardado entre bolitas de naftalina y dedicado exclusivamente para ir de visita, que se antojaba más pequeño ante la gordura de la prima; la chaqueta se hacía más corta, dejando un gran trozo de blusa blanca expuesto, sobre la gordura de la cintura y el abdomen; la falda se trepaba por encima de las rodillas, dejando al descubierto las gruesas piernas, apretadas una contra otra, en un premeditado ejercicio de castidad, que siempre había detestado y a la que culpaba secretamente de su soledad. Desde el tiempo de mis recuerdos llevaba el cabello muy corto, casi varonil, lo que hacía resaltar extraordinariamente sus cachetes regordetes, colorados por natura y recoloreados artificiosamente con el rubor del angel face color rosa, regalado por las tías junto con otros cosméticos, convencidas todas, que untadas de esos menjurjes, abrirían las puertas del mundo para entrar en el, con todas sus esperanzas y sueños; al fin de cuentas eso afirmaba la propaganda.

Sus ojos que eran todavía vivaces, redondos y pequeños, con la dificultad de permanecer posados en algún objetivo por más de diez segundos, desfilaban sobre las caras de las tías, saltando por las paredes, los adornos, las lámparas y los cuadros, yendo a caer en las piernas y los zapatos de las mujeres, acompasando el divagar de su cerebro, mientras el ambiente se llenaba de voces y voces, que se distanciaban y volvían a encontrarse, para volver a perderse en los temas y razones de cada una de las señoras. Helena escuchaba entretenida el desorden de las conversaciones con el que había crecido; le parecía divertido y se sentía arrullada por el ronroneo de las voces, todas conocidas, todas tan familiares, que le regalaban temas para entretejer con sus soledades de todos los días, que ocupaba en algunos oficios domésticos y en tareas auxiliares de costura para su madre, mientras escuchaba las radionovelas desgranadas una tras otra, todas las tardes, de lunes a viernes, viendo el tiempo pasar y esperando que le llegara su turno de vivir su propia novela, donde habría de cobrar sus suspiros de toda la vida, con grandes dosis de felicidad, entre los brazos de alguno de los galanes de sus radio episodios.

Todas hablaban al tiempo y con mucha frecuencia, algunas de ellas desviaban la conversación a otros temas y personajes diferentes, pero con un esmero de costureras magistrales, lograban meterlos en el cuerpo general de la conversación, que finalmente resultaba en un tremendo sancocho de opiniones, anécdotas, chismes pequeños, divagaciones y recuerdos, en el que todas terminaban participando, metiendo y sacando tema para nuevas disquisiciones. Nunca se supo cómo hacían para entenderse, corregirse y comunicarse aquellas seis mujeres que atropellaban cada una, hacia adentro de la charla, su muy personal pensar y sentir del momento, aunque se distanciaran los temas y las ideas.


Fue llenando su vida mustia de las fantasías prestadas de las radionovelas, tejiendo con ellas sus propias esperanzas, hablando quedo y sola por los rincones hasta que ya nadie en la casa quería acordarse de su voz. Sus días felices, los verdaderamente felices, en que murmuraba canciones y saltaba de la dicha por los patios de la casa, sin que los demás hallaran la razón del regocijo, coincidían con los episodios de los finales felices de las radionovelas, donde finalmente triunfaban los buenos con su amor eterno y la vida de la radio castigaba a los malvados, por todos los episodios de fechorías cometidos con la complicidad de los libretistas. Solo hablaba con el hijo de Ofelia, en una extraña complicidad de los encierros y las ataduras, que los identificaba y los unía desde siempre; con Ofelia por pura rutina de los oficios domésticos y con Matilde para responder a medias las preguntas que buscaban averiguar ocasionalmente, por los rumbos en que desfilaba su cabeza.


Era una casa grande, alta, de una sola planta, construida en los bordes de la ciudad desde antes de la época republicana y que sobrevivía al modernismo, con un zaguán asomado al primer patio, arreglado con baldosín de cemento, que se adornaba con abundancia de materas y plantas de hojas grandes y soberbias, admiradas y envidiadas por las señoras que visitaban a la tía Matilde. Paralelo al zaguán y con un espacio exageradamente grande, se disponía el salón principal al que solo se entraba acompañando a visitantes especiales. Allí, del techo, colgaban dos grandes arañas luminosas, que pocas veces se encendían sobre los muebles de estilo francés, que rodeaban una gran mesa central de patas cortas, sobre la cual reposaban una marmórea estatua semidesnuda de alguna diosa griega y la réplica en yeso de una pareja de elefantes con las colas en dirección a la puerta, para ahuyentar la mala suerte y atraer las mejores energías. Como mudos centinelas en las esquinas, casi siempre sin oficio, cuatro ceniceros de bronce permanecían de pie en alabanza a la inutilidad, porque en la casa nadie fumaba, hasta que murió Venancio y Vito decidió introducir entonces el vicio, hasta los rincones más dignos de la casa, por encima de los disgustos y rezos de Matilde. En un rincón del salón, que parecía sagrado, metido en un enorme mueble de madera tratada con preciosura, dormía el radio de Venancio al lado de un sillón que a fuerza de años y de uso, conservaba las huellas de las nalgas del dueño de casa. Nadie y solo él en la familia, podía ocupar aquel sillón o encender el aparato; aunque jamás se decretó la exclusividad del rincón, el solo parecía llevar la marca de Venancio y reclamarla de forma pacífica pero contundente. Era su rincón para leer el periódico y escuchar las noticias de las siete de todos los días y las narraciones de los partidos de fútbol o las carreras dominicales del hipódromo.


“Niño” se quedó masticando las caricias y las palabras de Helena; repasó la sensación grata de sus manos regordetas sobre su cuerpo y buscó el significado de sus palabras que le martillaban excitándolo más. Bajó la mirada y se vio todavía erguido, invadido de un extraño poder que le hacía sentir una cierta importancia que lo sacaba del encierro de su virilidad, todavía sin explorar y sin entender por completo. Apuntó su pantalón sintiéndolo estrecho y se terminó de vestir con una de las camisas viejas que heredaba de los hijos de Matilde, con las mangas recortadas y el cuello gastado, que se negaban a botar pero que tampoco usaban ya, con ese extraño apego de familia a las cosas viejas e inservibles, como si algún día, por arte de magia, fueran a recuperar su vida útil. No podía dejar de pensar en ella y menos concentrarse en su cuaderno viejo; tampoco podía llamarla, no solo porque nunca lo había hecho, sino porque sospechaba que no debía hacerlo y menos para sacarse ese taco que le invadía todo el cuerpo y le ocupaba toda su mente. Nunca necesitó como ahora, llamarla; ella venía a su rincón de vez en cuando, sin urgencias y sin motivo, para hablar de cualquier cosa o para sentarse a su lado a comerse una tostada o alguna fruta que compartía generosa con él.

Pero ahora, se empezaba a volver imprescindible, desgarradoramente necesaria, con la certidumbre casi dolorosa, que solo podía recibir lo que ella quisiera darle y cuando ella quisiera. Nunca como entonces se sintió tan aislado, amarrado y encerrado en aquella casa, despreciado como un mueble viejo pero horriblemente vivo y volcánico, a punto de explotar por todos sus poros, ignorando que ella sentía algo parecido pero que sabía dosificar, para degustarlo despacio en sus ensoñaciones.

Las ausencias -para él prolongadas y dolorosas- atizaban el deseo que ella había despertado al ponerle las manos encima. Las visitas siguientes, cuando ella se esmeraba en insinuaciones de su cuerpo y de sus palabras, conseguían excitarlo más, como si le arrojaran combustible a la hoguera de su deseo. Se tornó huraño e hiperactivo; caminaba su pedazo de patio con las distancias que le permitía el lazo, una y otra vez tratando de asomarse al interior de la casa; salía y entraba varias veces al cuarto y se echaba finalmente de espaldas en la cama, con la mano metida entre el pantalón, sobándose hasta el límite para terminar boca abajo, sacudiéndose frenético hasta eyacular en sus pantalones y quedarse dormido por el cansancio.

Para las dos mujeres, aquellos dos seres eran tan indefensos e inofensivos como ellas mismas; los veían como enjaulados, ella en su locura, fingida o real, temporal o permanente; él, amarrado a su argolla, a su lazo y a su destino. Ambos sin necesidad de mayor cuidado porque la inercia de sus miserias se encargaba de someterlos. Por eso, una mañana cualquiera, las dos se fueron para cualquier parte y los dejaron al cuidado de Vito que trajinaba con sus aparatos. Pero el cuidandero ocasional levantó el vuelo tras una llamada telefónica; recogió su maletín con la herramienta, se puso su saco y pasó por el lado de ellos dos, que parecían recibir el sol sin enterarse que el resto del universo, también palpitaba.


Un día cualquiera, Ofelia mirando al espejo su trenza plateada mientras terminaba de asegurarla con una cintilla negra, se encontró definida y distinta; siguió contemplándose con la serenidad de los viejos y recordó las dos trencitas de cabello negro brillante, que traía cuando llegó a la casa, siendo todavía niña. Su madre se las había hecho una madrugada, mientras le daba instrucciones de comportamiento, el día en que su tía la trajo para la ciudad y se la entregó a las hermanas de don Venancio. Se miró el rostro cuarteado por las arrugas que había recogido día por día y año tras año, al lado de aquella familia y al lado de Matilde.

Pensó que cada arruga y cada cana, traían el recuerdo de algún disgusto tirado sin consideración por los rincones de la casa. Se calzó sus gafas de montura plástica que Matilde le había comprado para mejorarle la visión deteriorada por la edad y se acercó más al espejo. “Ya estoy vieja, vieja de verdad”, se dijo con una serenidad concluyente, sin amarguras. “Aquí se quedó mi vida. No tiene sentido quedarme hasta morir. Si me muero aquí -pensó- de seguro el patipelao no me va a dejar en paz”. Suspiró con la profundidad de los recuerdos de sus primeros años en la casa, de su hijo, de la indiferencia hiriente de Venancio, de la bondad de su patrona, de la chifladura de Helena, de los desplantes de los hijos de Matilde. Sorbió de su nariz las lágrimas de adentro, con una arruga que le llegó hasta el nacimiento de las cejas ya grisáceas y otras dos lágrimas inmensas se dejaron caer de sus ojos cansados.

Se dejó escurrir sentada sobre su cama y acarició con la palma de su mano la cobija de cuadros, pensando en su hijo. Allí nació; en esa misma cama compartió con él su ternura de niño y le pudo regalar el cariño de madre que le quedaba después de dieciocho horas de oficios domésticos. Sobre esa cama lo recordó ya hombre y pensó que seguramente allí mismo, habían pecado con Helena. Hacía tantos años de aquello, que ya su memoria vieja podía olvidarlo, sin embargo, lo recordaba con el mismo dolor y el mismo desaliento del primer día, cuando los sorprendió. Lo extrañaba como si se hubiera marchado apenas unos días atrás. Tal vez nunca pudo olvidarlo porque siempre estuvo pendiente de su regreso o por lo menos de sus noticias, que jamás llegaron. Además estaba Helena, más chiflada que nunca, recordándoselo. Suspiró de nuevo, profundamente, para recoger del ambiente sus nostalgias y decidió que ya no haría más oficio ni más compañía en aquella casa.

Había llegado por fin, la hora de su partida. La había esperado paciente por muchos años y había perdido la cuenta de cuántos, pero por fin había llegado y su corazón se lo confirmaba sin argumentos ni razones. Pasadas las diez de la mañana recogió la poca ropa que tenía, la puso en una bolsa plástica y sacó algunos billetes arrugados que guardaba debajo del colchón; calculó someramente su valor y los introdujo indiferente entre sus senos viejos. Se quitó el delantal y se colgó su pañolón negro gastado por los años; anudó su bolsa y sin decir palabra, atravesó el patio trasero, el pasillo de la cocina, el patio de las matas, el zaguán y sin mirar atrás, salió de la casa y cerró suavemente la puerta sin despedirse de nadie. Matilde sintió el sonido del portón al cerrarse, más en su corazón que en su sordera, y se levantó a mirar mientras se decía en voz baja “no va y sea que esta muchacha se haya vuelto a salir”.

De "Sin derecho al infierno" (fragmentos)

La llovizna fina se fue vistiendo de frío y fortaleciéndose hasta tomar la forma de un aguacero típico de la ciudad. José Antonio presumió que serían las dos de la tarde o un poco más, lo que indicaba su cálculo por el tiempo que llevaba allí sentado, consintiendo a sus recuerdos y la sensación de vacío que tenía en su estómago, al que había acostumbrado desde sus años de internado, con una rutina casi militar, a almorzar a las doce y treinta. Tenía hambre y ahora estaba empapado y con frío, pero invadido de una sensación nueva, mezcla de irresponsabilidad y serenidad; pero no era nueva, porque nunca la hubiera experimentado antes; lo era, en aquel momento, porque la había usado muy poco. Algunas veces en su vida se había permitido momentos de una irresponsabilidad similar, donde nada importaba y dejaba correr el tiempo sin recogerlo ni darle utilidad práctica; pero ahora había llegado al final de todo su tiempo, ya no seguiría nada; entonces reafirmando su decisión, pensó que no tenía importancia alguna que la lluvia lo empapara y el hambre lo empezara a acosar; ambas tenían que pasar pronto y dejarlo solo allí sentado, en espera de su destino que venía con el tren de las cinco.

Pensó en el suicidio como lo que era realmente: una herramienta para disponer de la muerte con entera libertad; era más que disponer de la vida, que había dispuesto de él, en medio de una maraña casi asfixiante de circunstancias y de personas, enredadas en su tiempo y en su espacio, que nunca pudo controlar realmente. Ahora el suicidio tomaba una cara menos patética; dejaba de ser la sensación casi asquerosa de un cadáver con el cráneo perforado o colgado de un árbol o simplemente tirado en el suelo, abandonado por completo de la vida, que se le había escapado por voluntad propia. Prefería ver las cosas así, con más filosofía, sin el dramatismo que se enloquece, tratando de recuperar la vida que ya se fue, repudiando el resultado metido en un cuerpo exánime, que se niega a dar respuesta a las preguntas que dejó sin contestar, para intentar tranquilizar a los vivos con supuestas explicaciones cargadas de lógica, que justifiquen el hecho. De todas maneras, todos caminaban hacia la muerte desde el nacimiento, solo que algunos adelantaban el momento.

Esa fue su venganza acariciada por años, de la cual ahora, allí sentado esperando su propia muerte, no se arrepentía, tampoco le dolía pero hacía ya tiempo, había dejado de satisfacerlo.

Pero el acaso se empeñaba en jugar con sus decisiones. Los restos desconocidos fueron recogidos por el sacristán y enterrados en un rincón del cementerio de Santana, en un montículo sin lápida pero con una pequeña cruz hecha con dos palitos silvestres, donde el sacristán colgó una camándula negra, para apaciguar su sospecha de que aquellos trozos de carne y huesos, fueran de un cura. Cuando terminaron las fiestas patronales, una lluvia fina empezó a bañar el cementerio y se fue extendiendo por el pueblo y sus veredas, aumentando hasta convertirse en aguacero con relámpagos y truenos, repetidos con insistencia por las siguientes seis horas, despertando los miedos de la gente, haciéndole pensar que aquello era una señal del cielo, que solo los rezos podían apaciguar. Algunos en la iglesia y otros en sus casas, se dieron a recitar avemarías y padrenuestros, mezclados con ora pro nobis y requiescat in pace, de manera rítmica y afanada, tratando de seguir el compás de la lluvia sobre los techos, con la pretensión de alejar aquella especie de castigo que cobraba por una muerte incierta.

El aguacero fue cediendo y dando paso a una lluvia pertinaz que los sometió al encierro por seis días, en que no escampó y que dejó todas las casas inundadas y llenas de un lodo pegajoso y rojizo, adherido a todas las cosas que estaban a menos de un metro del suelo y que tardaron meses en limpiar. Cuando la lluvia cesó por completo los asaltó una nube de mosquitos, tan pequeños como nunca habían visto en Santana, que se metieron por todos los rincones de todas las casas del pueblo y sus veredas, como queriendo buscar a los culpables de aquella muerte. Nadie se acordaba después, cuánto duró acompañándolos la plaga de mosquitos, y cuando cualquiera se atrevía a mencionarlos, lo miraban como si estuviera narrando alguna historia sucedida en otra parte y en otro tiempo. Cada uno recordaba que había sucedido, pero por alguna extraña razón, no aceptaba la versión hablada de los demás, y al escuchar algo sobre los mosquitos, a todos les parecía un embuste mayúsculo que solo podía creerlo alguien carente de razón. Muchos años después los más viejos en Santana recordaban el aguacero y el lodo, que terminaron asociando con los huesos enterrados debajo de la crucecita con la camándula negra, pero nadie hablaba de los mosquitos ni llegaba a asociar todo aquello con el alcalde y sus venganzas; no obstante aquel recuerdo sí lo alcanzaba a él, poco antes de su muerte.

Para los muchachos, parte de la diversión estaba en escucharle historias al viejo cuidandero. Se sentaban en el piso de tierra afuera de su cabaña, frente a su taburete de cuero y madera viejos, que rechinaba con el peso de los años del anciano, viéndolo fumar su grueso tabaco, dejando que su memoria sacara los cuentos de entre el humo esquivo que se trepaba sin manos hacia el cielo. Siempre empezaba sus relatos, carraspeando su garganta, escupiendo de lado y diciendo: “había una vez, hace mucho tiempo…”, frunciendo su ceño como queriendo escarbar en el horizonte de la tarde, algunas palabras para echar a andar el relato.

Siempre sostuvo que sus cuentos eran verídicos, pero quedaba en el ambiente anochecido del final de cada historia, una leve sensación de que el viejo se divertía más que ellos, al embaucarlos con su imaginación que habían fertilizado los años. Ninguno de ellos, supo a ciencia cierta, cuántas veces improvisó, cuántas veces narró hechos reales o cuántas veces repitió sus propios inventos. Lo cierto es que se divertían los cuatro, transitando por los vericuetos de la narración que siempre terminaba cuando la noche se declaraba establecida. Anselmo les contó la aventura de Rafael en la noche de la mujer en llamas y como tantas otras veces, dejó tan impresionadas sus mentes jóvenes, que les costó trabajo conciliar el sueño, haciendo que el miedo de la historia volviera repetido a sus mentes, de manera tan vívida, que aquella noche durmieron juntos los tres hermanos en la misma cama.

Desde entonces, exaltados por alguna especie de morbo, le solicitaban cuentos de espantos y aparecidos, obligándolo a doblegar su imaginación para que produjera narraciones cada vez más aterradoras, aunque cada vez más increíbles. Pero la producción de su imaginación terminaba por agotarse en unos pocos días y el viejo se escondía con cualquier disculpa para huirle a su joven auditorio, avergonzado por la decadencia de su arte. En otras oportunidades, intentando elaborar cuentos novedosos, terminaba por revolver narraciones ya contadas, entretejiendo personajes y hechos de otros cuentos, hasta que los muchachos protestaban, trayéndolo a la realidad que le hacía reconocer que sus historias, eran menos numerosas que sus arrugas. Los hijos de José Antonio fueron haciendo menos frecuentes sus visitas, más para darle tiempo de inventar narraciones nuevas, que por sentirse defraudados, en un gesto de cariñosa comprensión con el viejo cuidandero.

Ellos esperaban pacientes la producción de cuentos salidos de la experiencia y la mente viejas de Anselmo, mientras las semanas seguían su curso entre las clases aburridas y los regaños del alcalde. Un sábado cualquiera, después del mediodía y después de no verlo en toda la semana, los tres muchachos corrieron hasta su cabaña para “tomarle la tarea” a Anselmo, preguntándose cada uno internamente, “con qué clase de disparate resultaría en esta ocasión”. Pero no hubo más narraciones, ni reales ni ficticias. Lo encontraron sentado en su viejo taburete al lado de la cama donde yacía su mujer con los ojos cerrados. Se había muerto la noche anterior, sin protestar ni despedirse; solo cerró los ojos y abandonó este mundo, dejando a su viejo con el peso de la soledad y la cabeza clavada en el pecho, negándose a seguir caminando solo por la vida que había compartido con ella por setenta años, en aquellas mismas tierras. José Antonio le organizó un sencillo funeral y quiso llevarlo para la casa grande con la familia, pero él se resistió suavemente, diciéndole:
-“No, patroncito, yo le agradezco, pero su padrecito don Rafael y mi María, me dejaron aquí y aquí me quedo a esperar la muerte. No se preocupe, que esa no se demora.”
Parecían palabras premonitorias o el comienzo de la narración de su último disparate, pero ahora José Antonio al recordarlo, aprendía que los montones de años, también traen consigo la certeza de la muerte, que se anuncia a los viejos en un gesto de cortesía, dándoles algunas horas o algunos días para despedirse de sus recuerdos. Eso mismo hacía él ahora, despedirse de sus recuerdos con el pretexto de esperar un tren que pasaba a las cinco de la tarde.

Después de sepultar a su María, Anselmo se quedó sentado en su viejo taburete, con la cabeza sobre el pecho, sin quitarse el sombrero y con el bordón en la mano, para que la muerte no lo cogiera mal sentado. El martes siguiente volvieron los muchachos para acompañarlo un rato y encontraron la puerta de la casita abierta y al fondo él, sentado tal como lo habían dejado el domingo. Enrique se acercó y tocó su mano yerta; trató de sacudir levemente su hombro, pero no respondió; volteó para mirar a sus hermanos y solo vio detrás de ellos, la puerta abierta por donde se había colado otra vez la muerte y por donde se había ido la vida de Anselmo, que no quiso esperar más en la soledad de su tristeza.

domingo, 13 de marzo de 2011

Te recuerdo, niña

Te recuerdo mi pequeña,
solo, como el día primero en que te ví.
Así, con la simpleza de una mirada limpia,
de un vestido rosa, de un par de trenzas,
de las medias escurridas y rebeldes,
de la falda escolar a cuadros y pliegues,
de la palabra tierna y breve.
Te recuerdo por la luz de tus ojos,
por tus caricias tímidas y nuevas,
por todo el ser que en ti crecía.
Te recuerdo niña de mis primeros años,
porque me amaste y dejaste que te amara;
porque nos pensamos noche a noche,
enlazando nuestros sueños adolescentes,
añorando tu ternura y mis afanes.
Te recuerdo porque era el tiempo
en que crecían las glándulas,
y nuestros cuerpos se necesitaban,
cargados de besos y de abrazos,
que generosos y a escondidas
prodigamos, para que el amor creciera,
para que el deseo incendiara,
para que el pecado acosara,
para que el desvelo invadiera
nuestras noches niñas, sin estrenar.
Te recuerdo, porque te conocí de niña,
esperándome en mi edad mejor;
porque nos bebimos la inocencia,
con amor puro, casi de santos,
con un arrebato de ángeles,
que descubren mil amaneceres,
con los corazones henchidos,
ciegos, sordos, lejos del mundo,
solos con nuestra soledad cómplice.
Te recuerdo porque entonces,
necesité tanto a Dios,
para tener a quien jurarle,
que te amaría hasta la muerte
y después de ella, no te olvidaría;
para suplicarle postrado
que su mano guardara tu corazón,
marcándolo para mi, por siempre.
Te recuerdo solo así.
Han pasado muchos años,
tantos, que somos otros,
casi extraños, casi desconocidos;
hoy es otra cosa,
por eso te recuerdo como te conocí.
                                    Junio,  1975

Tristeza

Se fue en un abril de mañana,
dejando mis noches sin flores de mayo;
luego su recuerdo se recostó perenne
en las paredes de mi mundo;
trajo brisas sin calor de agosto
y nostalgias eternas de septiembre,
lluvias copiosas, vientos, tormentas,
grises cielos y oscuridad al alma.

Una nueva navidad
de alba barba y bastón de apoyo,
que hace siglos peina canas,
y piensa a veces en no regresar,
se encarama pesada cada diciembre,
roja, oliendo a pino y a baratijas
para cabalgar sobre el recuerdo,
entre falsos y estridentes gritos,
frenéticos, de la mano del año nuevo,
pleno de saludos hipócritas y breves,
que escarban en esta tan mía, la tristeza.

Entonces, la resaca, única amiga,
me recordó su ausencia:
-Se que se fue, le dije,
y en sus brazos se llevó
todas las mañanas de abril,
sin espigas y sin frutos;
se llevó el sol y la brisa tibia,
se llevó la risa, la luz, la dicha.

Cerré los ojos por mil noches,
queriendo engañar a la conciencia;
y su recuerdo mi niña,
se aferró trémulo a mis manos,
se despertó perezoso en mi pecho,
dejando de nuevo esta marca de vacío,
y esta, tan mía… tristeza eterna.

                                       Diciembre, 1974