Habían transcurrido, según mi memoria mal entrenada, algo más de treinta años desde que vine por última vez a la casa de la tía Matilde; pensé que ya no volvería nunca, porque todo el vecindario estaba amenazado por la inminencia de la demolición, para darle paso a una de esas avenidas que cuestan todo el dinero del mundo y luego se la entregan al usufructo de algún "avispao", como determina la dictadura de los demócratas. Dejé de visitarla no solo porque nos fuimos a vivir lejos de ella, sino también porque mi adolescencia se declaró en conflicto con la lobreguez de esa casona, cuya identidad yo encontraba también en todos sus habitantes.
Venancio, que murió cualquier día de esos en que uno se entera solo de sus propios asuntos, pareció siempre enmarcado a la perfección en el ambiente de esa casa. Lo recordaba con su impecable peinado lacio aplanchado hacia atrás, lustroso por la gomina de glostora; metido entre su chaleco cosido a la medida, del que colgaba su reloj ferrocarril de tapa y leontina; su corbata con nudo de corazón pequeño que fingía ser parte de su misma existencia, apretándole el cuello entre el aguante y la elegancia; las mangas de su camisa siempre de rayas, terminadas en puño doble para las mancornas, sujetadas a medio brazo con ligas de caucho para que sobresalieran por las mangas del saco, solo en la justa medida; sus zapatos siempre negros brillantes, soportando su estatura de apenas metro y medio, que contrastaba con la mayor estatura y volumen corporal de Matilde, mostrándolos como viviendo una eterna y lastimera relación, en la que el hombrecillo quedaba en tremenda desventaja física, facilitándome creer en mis primeros años, que tantos hijos de ese matrimonio, habían venido de París mediante una cigüeña, como me habían afirmado engañosamente. Luego de escapar al engaño, me costó trabajo imaginarlo como macho dominante del tálamo nupcial, produciendo excesos y embarazos. Esa figura pequeña de Venancio que yo recordaba, siempre cargaba en el bolsillo trasero del pantalón, un monedero de cuero redondeado de donde salían las monedas de padrino que él me obsequiaba en cada una de mis visitas, hasta cuando supuso sin consultarme, que yo había superado la edad de las monedas.
Así se fueron convirtiendo en recuerdos guardados y encerrados, que tomaban distancia con el tiempo, sin hacerle falta a la memoria del cariño, mientras yo iba armando mi propia vida al compás de mis propias equivocaciones. Primero se fueron las primas mayores del brazo de sus maridos, como lo ordenaban las buenas costumbres de aquellos días. Años después, fueron desfilando uno a uno los varones menores, cuando llegaban a la mayoría de edad y decidían liberarse de la asfixia de la casona familiar. Al final de las despedidas, sólo quedaron allí Matilde, Vito, Helena y Ofelia, apagándose poco a poco, cada quien al amparo de sus propias nostalgias, pareciendo que la parsimonia de sus vidas los hacía envejecer más rápido que a los demás mortales, como tratando de igualar la vejez de aquella casa.
Para los tiempos de ese recuerdo, Helena tendría algo más de treinta y cinco años y había sobrepasado los noventa kilos, repartidos en su escaso metro y medio de estatura, que empaquetaba en el traje sastre negro, de hacer visitas. Era un vestido de paño de dos piezas: falda tres dedos debajo de la rodilla y chaqueta corta sobre la blusa blanca de boleros, que se salían rebeldes por arriba del cuello y se asomaban generosos por las mangas del saco. Era el atuendo guardado entre bolitas de naftalina y dedicado exclusivamente para ir de visita, que se antojaba más pequeño ante la gordura de la prima; la chaqueta se hacía más corta, dejando un gran trozo de blusa blanca expuesto, sobre la gordura de la cintura y el abdomen; la falda se trepaba por encima de las rodillas, dejando al descubierto las gruesas piernas, apretadas una contra otra, en un premeditado ejercicio de castidad, que siempre había detestado y a la que culpaba secretamente de su soledad. Desde el tiempo de mis recuerdos llevaba el cabello muy corto, casi varonil, lo que hacía resaltar extraordinariamente sus cachetes regordetes, colorados por natura y recoloreados artificiosamente con el rubor del angel face color rosa, regalado por las tías junto con otros cosméticos, convencidas todas, que untadas de esos menjurjes, abrirían las puertas del mundo para entrar en el, con todas sus esperanzas y sueños; al fin de cuentas eso afirmaba la propaganda.
Sus ojos que eran todavía vivaces, redondos y pequeños, con la dificultad de permanecer posados en algún objetivo por más de diez segundos, desfilaban sobre las caras de las tías, saltando por las paredes, los adornos, las lámparas y los cuadros, yendo a caer en las piernas y los zapatos de las mujeres, acompasando el divagar de su cerebro, mientras el ambiente se llenaba de voces y voces, que se distanciaban y volvían a encontrarse, para volver a perderse en los temas y razones de cada una de las señoras. Helena escuchaba entretenida el desorden de las conversaciones con el que había crecido; le parecía divertido y se sentía arrullada por el ronroneo de las voces, todas conocidas, todas tan familiares, que le regalaban temas para entretejer con sus soledades de todos los días, que ocupaba en algunos oficios domésticos y en tareas auxiliares de costura para su madre, mientras escuchaba las radionovelas desgranadas una tras otra, todas las tardes, de lunes a viernes, viendo el tiempo pasar y esperando que le llegara su turno de vivir su propia novela, donde habría de cobrar sus suspiros de toda la vida, con grandes dosis de felicidad, entre los brazos de alguno de los galanes de sus radio episodios.
Todas hablaban al tiempo y con mucha frecuencia, algunas de ellas desviaban la conversación a otros temas y personajes diferentes, pero con un esmero de costureras magistrales, lograban meterlos en el cuerpo general de la conversación, que finalmente resultaba en un tremendo sancocho de opiniones, anécdotas, chismes pequeños, divagaciones y recuerdos, en el que todas terminaban participando, metiendo y sacando tema para nuevas disquisiciones. Nunca se supo cómo hacían para entenderse, corregirse y comunicarse aquellas seis mujeres que atropellaban cada una, hacia adentro de la charla, su muy personal pensar y sentir del momento, aunque se distanciaran los temas y las ideas.
Fue llenando su vida mustia de las fantasías prestadas de las radionovelas, tejiendo con ellas sus propias esperanzas, hablando quedo y sola por los rincones hasta que ya nadie en la casa quería acordarse de su voz. Sus días felices, los verdaderamente felices, en que murmuraba canciones y saltaba de la dicha por los patios de la casa, sin que los demás hallaran la razón del regocijo, coincidían con los episodios de los finales felices de las radionovelas, donde finalmente triunfaban los buenos con su amor eterno y la vida de la radio castigaba a los malvados, por todos los episodios de fechorías cometidos con la complicidad de los libretistas. Solo hablaba con el hijo de Ofelia, en una extraña complicidad de los encierros y las ataduras, que los identificaba y los unía desde siempre; con Ofelia por pura rutina de los oficios domésticos y con Matilde para responder a medias las preguntas que buscaban averiguar ocasionalmente, por los rumbos en que desfilaba su cabeza.
Era una casa grande, alta, de una sola planta, construida en los bordes de la ciudad desde antes de la época republicana y que sobrevivía al modernismo, con un zaguán asomado al primer patio, arreglado con baldosín de cemento, que se adornaba con abundancia de materas y plantas de hojas grandes y soberbias, admiradas y envidiadas por las señoras que visitaban a la tía Matilde. Paralelo al zaguán y con un espacio exageradamente grande, se disponía el salón principal al que solo se entraba acompañando a visitantes especiales. Allí, del techo, colgaban dos grandes arañas luminosas, que pocas veces se encendían sobre los muebles de estilo francés, que rodeaban una gran mesa central de patas cortas, sobre la cual reposaban una marmórea estatua semidesnuda de alguna diosa griega y la réplica en yeso de una pareja de elefantes con las colas en dirección a la puerta, para ahuyentar la mala suerte y atraer las mejores energías. Como mudos centinelas en las esquinas, casi siempre sin oficio, cuatro ceniceros de bronce permanecían de pie en alabanza a la inutilidad, porque en la casa nadie fumaba, hasta que murió Venancio y Vito decidió introducir entonces el vicio, hasta los rincones más dignos de la casa, por encima de los disgustos y rezos de Matilde. En un rincón del salón, que parecía sagrado, metido en un enorme mueble de madera tratada con preciosura, dormía el radio de Venancio al lado de un sillón que a fuerza de años y de uso, conservaba las huellas de las nalgas del dueño de casa. Nadie y solo él en la familia, podía ocupar aquel sillón o encender el aparato; aunque jamás se decretó la exclusividad del rincón, el solo parecía llevar la marca de Venancio y reclamarla de forma pacífica pero contundente. Era su rincón para leer el periódico y escuchar las noticias de las siete de todos los días y las narraciones de los partidos de fútbol o las carreras dominicales del hipódromo.
“Niño” se quedó masticando las caricias y las palabras de Helena; repasó la sensación grata de sus manos regordetas sobre su cuerpo y buscó el significado de sus palabras que le martillaban excitándolo más. Bajó la mirada y se vio todavía erguido, invadido de un extraño poder que le hacía sentir una cierta importancia que lo sacaba del encierro de su virilidad, todavía sin explorar y sin entender por completo. Apuntó su pantalón sintiéndolo estrecho y se terminó de vestir con una de las camisas viejas que heredaba de los hijos de Matilde, con las mangas recortadas y el cuello gastado, que se negaban a botar pero que tampoco usaban ya, con ese extraño apego de familia a las cosas viejas e inservibles, como si algún día, por arte de magia, fueran a recuperar su vida útil. No podía dejar de pensar en ella y menos concentrarse en su cuaderno viejo; tampoco podía llamarla, no solo porque nunca lo había hecho, sino porque sospechaba que no debía hacerlo y menos para sacarse ese taco que le invadía todo el cuerpo y le ocupaba toda su mente. Nunca necesitó como ahora, llamarla; ella venía a su rincón de vez en cuando, sin urgencias y sin motivo, para hablar de cualquier cosa o para sentarse a su lado a comerse una tostada o alguna fruta que compartía generosa con él.
Pero ahora, se empezaba a volver imprescindible, desgarradoramente necesaria, con la certidumbre casi dolorosa, que solo podía recibir lo que ella quisiera darle y cuando ella quisiera. Nunca como entonces se sintió tan aislado, amarrado y encerrado en aquella casa, despreciado como un mueble viejo pero horriblemente vivo y volcánico, a punto de explotar por todos sus poros, ignorando que ella sentía algo parecido pero que sabía dosificar, para degustarlo despacio en sus ensoñaciones.
Las ausencias -para él prolongadas y dolorosas- atizaban el deseo que ella había despertado al ponerle las manos encima. Las visitas siguientes, cuando ella se esmeraba en insinuaciones de su cuerpo y de sus palabras, conseguían excitarlo más, como si le arrojaran combustible a la hoguera de su deseo. Se tornó huraño e hiperactivo; caminaba su pedazo de patio con las distancias que le permitía el lazo, una y otra vez tratando de asomarse al interior de la casa; salía y entraba varias veces al cuarto y se echaba finalmente de espaldas en la cama, con la mano metida entre el pantalón, sobándose hasta el límite para terminar boca abajo, sacudiéndose frenético hasta eyacular en sus pantalones y quedarse dormido por el cansancio.
Para las dos mujeres, aquellos dos seres eran tan indefensos e inofensivos como ellas mismas; los veían como enjaulados, ella en su locura, fingida o real, temporal o permanente; él, amarrado a su argolla, a su lazo y a su destino. Ambos sin necesidad de mayor cuidado porque la inercia de sus miserias se encargaba de someterlos. Por eso, una mañana cualquiera, las dos se fueron para cualquier parte y los dejaron al cuidado de Vito que trajinaba con sus aparatos. Pero el cuidandero ocasional levantó el vuelo tras una llamada telefónica; recogió su maletín con la herramienta, se puso su saco y pasó por el lado de ellos dos, que parecían recibir el sol sin enterarse que el resto del universo, también palpitaba.
Un día cualquiera, Ofelia mirando al espejo su trenza plateada mientras terminaba de asegurarla con una cintilla negra, se encontró definida y distinta; siguió contemplándose con la serenidad de los viejos y recordó las dos trencitas de cabello negro brillante, que traía cuando llegó a la casa, siendo todavía niña. Su madre se las había hecho una madrugada, mientras le daba instrucciones de comportamiento, el día en que su tía la trajo para la ciudad y se la entregó a las hermanas de don Venancio. Se miró el rostro cuarteado por las arrugas que había recogido día por día y año tras año, al lado de aquella familia y al lado de Matilde.
Pensó que cada arruga y cada cana, traían el recuerdo de algún disgusto tirado sin consideración por los rincones de la casa. Se calzó sus gafas de montura plástica que Matilde le había comprado para mejorarle la visión deteriorada por la edad y se acercó más al espejo. “Ya estoy vieja, vieja de verdad”, se dijo con una serenidad concluyente, sin amarguras. “Aquí se quedó mi vida. No tiene sentido quedarme hasta morir. Si me muero aquí -pensó- de seguro el patipelao no me va a dejar en paz”. Suspiró con la profundidad de los recuerdos de sus primeros años en la casa, de su hijo, de la indiferencia hiriente de Venancio, de la bondad de su patrona, de la chifladura de Helena, de los desplantes de los hijos de Matilde. Sorbió de su nariz las lágrimas de adentro, con una arruga que le llegó hasta el nacimiento de las cejas ya grisáceas y otras dos lágrimas inmensas se dejaron caer de sus ojos cansados.
Se dejó escurrir sentada sobre su cama y acarició con la palma de su mano la cobija de cuadros, pensando en su hijo. Allí nació; en esa misma cama compartió con él su ternura de niño y le pudo regalar el cariño de madre que le quedaba después de dieciocho horas de oficios domésticos. Sobre esa cama lo recordó ya hombre y pensó que seguramente allí mismo, habían pecado con Helena. Hacía tantos años de aquello, que ya su memoria vieja podía olvidarlo, sin embargo, lo recordaba con el mismo dolor y el mismo desaliento del primer día, cuando los sorprendió. Lo extrañaba como si se hubiera marchado apenas unos días atrás. Tal vez nunca pudo olvidarlo porque siempre estuvo pendiente de su regreso o por lo menos de sus noticias, que jamás llegaron. Además estaba Helena, más chiflada que nunca, recordándoselo. Suspiró de nuevo, profundamente, para recoger del ambiente sus nostalgias y decidió que ya no haría más oficio ni más compañía en aquella casa.
Había llegado por fin, la hora de su partida. La había esperado paciente por muchos años y había perdido la cuenta de cuántos, pero por fin había llegado y su corazón se lo confirmaba sin argumentos ni razones. Pasadas las diez de la mañana recogió la poca ropa que tenía, la puso en una bolsa plástica y sacó algunos billetes arrugados que guardaba debajo del colchón; calculó someramente su valor y los introdujo indiferente entre sus senos viejos. Se quitó el delantal y se colgó su pañolón negro gastado por los años; anudó su bolsa y sin decir palabra, atravesó el patio trasero, el pasillo de la cocina, el patio de las matas, el zaguán y sin mirar atrás, salió de la casa y cerró suavemente la puerta sin despedirse de nadie. Matilde sintió el sonido del portón al cerrarse, más en su corazón que en su sordera, y se levantó a mirar mientras se decía en voz baja “no va y sea que esta muchacha se haya vuelto a salir”.
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