UNA AYUDA INUSUAL
Yo lo había visto, había estado con él todo ese día y me ayudó a arreglar la bodega. Dejamos todo impecable como al abuelo le gustaba. Cierto, no quiso compartir mi almuerzo, pero tal vez no tenía hambre; prefirió tomar varios sorbos de agua; tal vez el ejercicio le dormía el apetito. A mi me sucede todo lo contrario, la actividad física me produce más hambre y habíamos tenido una jornada pesada; entonces no entendía porque mi madre no creía, que el primo Alfredo había vuelto y menos que me había ayudado. Pues si, nunca había sido un dechado como trabajador y cuando se fue a recorrer mundo con la promesa de volver algún día, todos en la casa dijeron que “ahora si le iba a tocar duro, porque nunca se había acostumbrado a trabajar”. Yo en cambio pensé que se hacía el loco y fingía una vagancia que no sentía, porque detestaba que le dieran órdenes. Sin embargo había vuelto; después de tanto tiempo había vuelto y yo lo había encontrado a la entrada del pueblo, de regreso a la casa de la tía, con la misma tula de lona que se había llevado al hombro, cuando se fue. Lucía un poco mayor y más serio; no se reía como antes a carcajadas, pero sonreía aceptando todo lo que yo le decía; incluso se sometió de buena gana a mis órdenes sobre el arreglo de la bodega. Entonces por qué mi madre no creía que la faena estaba terminada y que el primo Alfredo me había ayudado?
Él había nacido unos diez años antes que yo y me crié a su lado, porque la casa de la tía y la mía, estaban pegadas y Alfredo permanecía más tiempo con nosotros que con su madre; por eso, cuando empecé a caminar, lo hice detrás de él, y para donde él iba, yo caminaba. Después fui con él a la escuela, haciéndonos cómplices de muchas pilatunas, evasión de clases, excursiones al río, tráfico de mensajes de los primeros enamoramientos y cuanta cosa se inventa uno de chino, para poder soportar la experiencia de crecer y enfrentarse al mundo de los adultos. Cuando tuvo la edad suficiente se fue al ejército, no por amor a la patria ni porque le gustara el servicio militar, detestando como detestaba que le dieran órdenes, sino porque aquello fue el mejor pretexto para largarse del pueblo, al que solo regresó cuando finalizó el servicio, dos años después. Entonces yo todavía era un niño y el primo Alfredo ya era todo un hombre, hecho y derecho, con muchas experiencias para contar, sin tener que pedir permiso a nadie para fumarse un cigarrillo de vez en cuando, ni para tomarse una cerveza en el pueblo cuando le diera la gana o para quedarse en la loma, el barrio de las mujeres, donde estaban los cafetines con sus fiestas interminables que se suspendían por cansancio, por semana santa o por la intervención de la policía, cuando las peleas de los clientes terminaban en botellazos o cuchilladas, que generalmente tenían a una de las mujeres como motivo de disputa. –“Parecen animales”, decía mi madre con desprecio, cuando se refería a los hombres que frecuentaban la loma y se sabía de sus peleas. “Se van a ir derechito para el infierno y ni se darán cuenta cuando les toque”. Al primo ya lo miraba con recelo y había advertido a mis hermanas que se mantuvieran lejos de él, porque según decía, “había traído muchas mañas del cuartel”.
Se dedicó a trabajar como ayudante de Bonifacio Cardona, el carpintero del pueblo, que conociéndolo desde niño, le fue enseñando los secretos básicos del oficio y le dió toda la autonomía que la imaginación del primo necesitaba. Casi todas las noches pasaba unas dos horas en la loma, para tomarse un par de “frías” y charlar con las muchachas, pero en las noches de sábado, se quedaba hasta la embriaguez, durmiendo con alguna de las mujeres hasta el domingo en la tarde, cuando volvía a casa de la tía para saludar “por si algo se ofrecía” y luego se sentaba conmigo en el portal de la casa para escuchar mis preguntas adolescentes, mientras se negreaba la tarde hasta meterse en la noche. Entonces comíamos afuera, con el plato en la mano, como lo hacían en el ejército, para seguir hablando de todo y de nada hasta que mi madre, desde su cuarto me gritaba que ya era tarde, que mañana era lunes, que tenía que madrugar a la escuela. Yo le devolvía los gritos diciéndole que ya iba, prolongando el proceso de obediencia un rato más, al embrujo de las ideas locas del primo.
Pero cualquier día agarró su tula de lona con dos mudas de ropa y se marchó carretera arriba, dejando en mi mente la impresión de que se había marchado caminando por siempre y cuando lo recordaba me lo imaginaba caminando por algún paraje lejano, cayéndole la tarde sobre los sueños. Se despidió diciendo que cuando se cansara de andar el mundo volvería para quedarse, que le compraría la carpintería a Bonifacio y se ajuiciaría. Prometió escribir de vez en cuando para contarme de su viaje, pero nunca llegó carta alguna ni volvimos a tener noticias del primo, hasta ayer que regresó y me ayudó a limpiar la bodega.
Hacía muchos años el abuelo había comprado la bodega en la calle de la galería y aunque siempre planeó montar una trilladora de café, un trapiche o una bodega de compra y venta de grano, nunca lo hizo; siempre que la limpiaba y la alistaba para aterrizar sus proyectos, se atravesaba algún arrendatario para instalar su propio negocio, aplazando las ilusiones del abuelo para los años que vendrían, hasta cuando esos años le trajeron inclementes, la artritis y después la muerte. La bodega fue su única herencia y usamos los arriendos para ayudar a suplir las necesidades de la familia, por varios años después de su muerte, pero hacía por lo menos dos, que nadie la tomaba y se habían acumulado en ella, tierra, basura, cacharros mal acomodados, cachivaches sin destino, muebles viejos sin oficio, baúles de recuerdos y otras muchas cosas propias y ajenas, que nos dejaron a guardar parientes y vecinos andando los meses, con la promesa incumplida de recogerlas pronto. Mi madre pasó una mañana por allí y entró para ver el desorden que habíamos acumulado en tan poco tiempo. Aquello era una afrenta para una mujer como ella, acostumbrada al orden y pendiente siempre del arreglo de la casa, hasta en sus momentos de descanso, en los que no soltaba el plumero de quitar el polvo, para estirar su brazo y pasarlo así fuera perezosamente por algún rincón al alcance de su reposo. Llegó disgustada a casa y convenció sin dificultad a mi padre para que asignara la tarea de limpiar la bodega, alegando que además era una terrible falta de respeto a la memoria del abuelo, que siempre se esmeró por tenerla presentable, aún en los momentos de su enfermedad. Mi padre aceptó que la faena había que hacerse, pero con su acostumbrada parsimonia le discutió la urgencia, prometiéndole encargarse del asunto y que “uno de estos días, le ponemos orden a esa ratonera”.
No obstante la tarea se aplazó por semanas porque mi madre tenía la costumbre de llenarse de asuntos urgentes, propios y ajenos, que se le atravesaban con los importantes, de la familia o de ella misma, y eso la mantenía un tanto distante del cumplimiento de las promesas de mi padre y una de ellas, de prioridad, era el ofrecimiento de ordenar la limpieza de la dichosa bodega. Pero la semana pasada recobró la memoria de las promesas recientes y volvió a exigir que se le cumpliera su demanda, por la memoria del abuelo. No había espacio ni forma de hacerle el esguince al compromiso y tampoco abundante mano de obra para cumplirlo. Mis hermanos no estaban disponibles; para mis hermanas era una tarea demasiado dura; mi padre debía ocuparse de su trabajo y sería una indelicadeza y falta de consideración, esperar que mi madre se ocupara personalmente del asunto; así que solo quedaba yo, calculando que escoger allí, lo que sirviera, organizar y acomodar, botar lo inservible, apartar lo ajeno y llamar a sus dueños para que decidieran el destino de sus guardados, era todo un proyecto que me tomaría por lo menos la mitad de mis vacaciones.
Entonces lo encontré, parado con su tula a la entrada del pueblo como si llegara con la madrugada, dispuesto a darme la ayuda que necesitaba. Nos saludamos como si solo hubieran transcurrido unas pocas semanas desde su partida; le comenté de mi tarea y se ofreció a acompañarme, caminando hacia la calle de la galería, mientras lo ponía al tanto de los acontecimientos de la familia, que finalmente no eran muchos, porque en el pueblo, pocas veces sucedía algo tan importante como para ser recordado o para ser contado. De cosas importantes le conté que su mamá y el abuelo habían muerto y me dijo tranquilo, que ya lo sabía y que también sabía de otros difuntos del pueblo, que habían dejado este mundo en su ausencia. Le pregunté sobre sus andanzas pero me contestó con vaguedades que no dejaban espacio a los detalles y que me hacían sentir intruso en sus recuerdos, que parecía querer dejar guardados detrás de sus párpados, donde se fabrican las lágrimas, para lavarlos cuando apriete la tristeza. Así que para evitar meterme en las vidas ajenas y darle satisfacciones adicionales a mi madre, comenzamos la limpieza de aquel desbarajuste que fue pasando de monumental a manejable y terminó siendo sencillo.
Alfredo trabajó con la fortaleza de varios hombres ágiles y expertos; fue determinando lo propio y lo ajeno y lo separó; desechando lo inservible con lo que hicimos una hoguera de varias horas al terminar la tarde. Con las cosas seleccionadas y contagiado por su diligencia, nos dedicamos al aseo sin parar hasta la hora del almuerzo. Mientras yo comía lo que me habían empacado y él tomaba su agua del chorro, seguía haciendo cosas, barriendo rincones y hablando; exprimiendo el trapero y silbando o recordando los viejos tiempos cuando éramos cómplices de las fugas escolares. Hablamos del abuelo y de sus últimos días y luego le hablé de la tía, que se había muerto cualquier día porque su corazón se negó a dejarse utilizar más para sufrir las ausencias. –“Amaneció muerta una mañana, con una sonrisa en el rostro”, le dije queriendo atenuar la noticia. “Mi mamá dijo que no había sufrido”, agregué buscándome un recurso de consuelo que él pareció no necesitar. –“Si, así fue”, dijo entre dientes. Le hablé de lo que pasaba en la loma, que no era muy distinto de lo que él mismo había conocido; me preguntó si yo lo frecuentaba y le contesté que solo había ido por allá un par de veces, por conocer. Me aconsejó dándome la espalda, que mejor no fuera por allá, sin darme más explicaciones. Un poco después de las seis de la tarde terminamos la faena, dejando al fondo y organizadas, las cosas nuestras que podrían ser útiles o comerciables. Muy cerca de la puerta, también organizadas de la mejor forma, quedaron los cacharros ajenos servibles, esperando por sus dueños. –“Si no vienen en ocho días, métele candela a todo eso”, me ordenó con la autoridad de familiar y dueño de aquel espacio. Salimos y le metimos candela a los desperdicios en un potrero vecino, dejando que las llamas subieran en busca de la oscuridad de la noche, contemplándolas por un rato. No supe en qué momento me quedé solo, mirando las llamas y oyendo el crujido de la madera y el chirriar de los plásticos. Me sorprendió la soledad, porque supuse que el primo volvería conmigo a la casa y comería con nosotros y nos contaría a todos sus planes y tendríamos oportunidad de agradecerle su ayuda.
Llegué a la casa, todavía con la esperanza de encontrarlo allí, sabiendo que esa hubiera sido una de sus bromas, adelantarse para sorprenderme y sorprenderlos a todos, antes de que yo pudiera llevar la noticia de su regreso, pero no lo habían visto y me miraban extrañados como si hablara de un fantasma.
-“Estoy hablando en serio; yo estuve con Alfredo todo el día, él me ayudó con la limpieza de la bodega”, les dije a mis padres como juntando pruebas para sostener mi afirmación. “Gracias a su ayuda, pudimos terminar de arreglarla y dejarla lista, como ustedes pidieron”, agregué para disipar las dudas.
Estaba disgustado por la desaparición del primo Alfredo, que de todas maneras me parecía una desatención con la familia y una falta de consideración con la amistad que habíamos tenido antes de su partida. Pensé que tal vez se hubiera ido a pasar su primera noche en la loma, con las muchachas y así, disgustado y cansado por el trajín del día, me dormí vestido, sin deshacer el tendido de la cama, hasta que mi padre entró a la habitación, pasadas las siete de la mañana, preguntando incrédulo, cómo había hecho todo aquel trabajo en un solo día, yo solo.
-“Ya les dije que encontré a Alfredo de regreso y él me ayudó. Sin él no lo hubiera podido hacer”.
Mi padre se sentó en mi cama, casi vencido por el argumento, mientras mi madre entraba al cuarto, con la misma cara de sorpresa y la mano tapándose la boca, como evitando que el alma se le saliera por allí, como ella misma decía. –“No puede ser, hijo. Es imposible! No te lo dijimos porque sabemos del cariño y la amistad que ustedes se tuvieron y estábamos esperando un momento apropiado para contarte…” Parecía alargar las frases y las palabras, para demorar el impacto pero prefirió callarse por unos instantes, para que mi madre continuara: -“Anteayer llegó un telegrama de tu hermano, dijo ella; el primo Alfredo murió la semana pasada en una pelea callejera en la capital. Por eso no pudo estar ayer aquí para ayudarte.
Bogotá, D.C., junio de 2006
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