viernes, 3 de junio de 2011

De "Sin derecho al infierno" (fragmentos)

La llovizna fina se fue vistiendo de frío y fortaleciéndose hasta tomar la forma de un aguacero típico de la ciudad. José Antonio presumió que serían las dos de la tarde o un poco más, lo que indicaba su cálculo por el tiempo que llevaba allí sentado, consintiendo a sus recuerdos y la sensación de vacío que tenía en su estómago, al que había acostumbrado desde sus años de internado, con una rutina casi militar, a almorzar a las doce y treinta. Tenía hambre y ahora estaba empapado y con frío, pero invadido de una sensación nueva, mezcla de irresponsabilidad y serenidad; pero no era nueva, porque nunca la hubiera experimentado antes; lo era, en aquel momento, porque la había usado muy poco. Algunas veces en su vida se había permitido momentos de una irresponsabilidad similar, donde nada importaba y dejaba correr el tiempo sin recogerlo ni darle utilidad práctica; pero ahora había llegado al final de todo su tiempo, ya no seguiría nada; entonces reafirmando su decisión, pensó que no tenía importancia alguna que la lluvia lo empapara y el hambre lo empezara a acosar; ambas tenían que pasar pronto y dejarlo solo allí sentado, en espera de su destino que venía con el tren de las cinco.

Pensó en el suicidio como lo que era realmente: una herramienta para disponer de la muerte con entera libertad; era más que disponer de la vida, que había dispuesto de él, en medio de una maraña casi asfixiante de circunstancias y de personas, enredadas en su tiempo y en su espacio, que nunca pudo controlar realmente. Ahora el suicidio tomaba una cara menos patética; dejaba de ser la sensación casi asquerosa de un cadáver con el cráneo perforado o colgado de un árbol o simplemente tirado en el suelo, abandonado por completo de la vida, que se le había escapado por voluntad propia. Prefería ver las cosas así, con más filosofía, sin el dramatismo que se enloquece, tratando de recuperar la vida que ya se fue, repudiando el resultado metido en un cuerpo exánime, que se niega a dar respuesta a las preguntas que dejó sin contestar, para intentar tranquilizar a los vivos con supuestas explicaciones cargadas de lógica, que justifiquen el hecho. De todas maneras, todos caminaban hacia la muerte desde el nacimiento, solo que algunos adelantaban el momento.

Esa fue su venganza acariciada por años, de la cual ahora, allí sentado esperando su propia muerte, no se arrepentía, tampoco le dolía pero hacía ya tiempo, había dejado de satisfacerlo.

Pero el acaso se empeñaba en jugar con sus decisiones. Los restos desconocidos fueron recogidos por el sacristán y enterrados en un rincón del cementerio de Santana, en un montículo sin lápida pero con una pequeña cruz hecha con dos palitos silvestres, donde el sacristán colgó una camándula negra, para apaciguar su sospecha de que aquellos trozos de carne y huesos, fueran de un cura. Cuando terminaron las fiestas patronales, una lluvia fina empezó a bañar el cementerio y se fue extendiendo por el pueblo y sus veredas, aumentando hasta convertirse en aguacero con relámpagos y truenos, repetidos con insistencia por las siguientes seis horas, despertando los miedos de la gente, haciéndole pensar que aquello era una señal del cielo, que solo los rezos podían apaciguar. Algunos en la iglesia y otros en sus casas, se dieron a recitar avemarías y padrenuestros, mezclados con ora pro nobis y requiescat in pace, de manera rítmica y afanada, tratando de seguir el compás de la lluvia sobre los techos, con la pretensión de alejar aquella especie de castigo que cobraba por una muerte incierta.

El aguacero fue cediendo y dando paso a una lluvia pertinaz que los sometió al encierro por seis días, en que no escampó y que dejó todas las casas inundadas y llenas de un lodo pegajoso y rojizo, adherido a todas las cosas que estaban a menos de un metro del suelo y que tardaron meses en limpiar. Cuando la lluvia cesó por completo los asaltó una nube de mosquitos, tan pequeños como nunca habían visto en Santana, que se metieron por todos los rincones de todas las casas del pueblo y sus veredas, como queriendo buscar a los culpables de aquella muerte. Nadie se acordaba después, cuánto duró acompañándolos la plaga de mosquitos, y cuando cualquiera se atrevía a mencionarlos, lo miraban como si estuviera narrando alguna historia sucedida en otra parte y en otro tiempo. Cada uno recordaba que había sucedido, pero por alguna extraña razón, no aceptaba la versión hablada de los demás, y al escuchar algo sobre los mosquitos, a todos les parecía un embuste mayúsculo que solo podía creerlo alguien carente de razón. Muchos años después los más viejos en Santana recordaban el aguacero y el lodo, que terminaron asociando con los huesos enterrados debajo de la crucecita con la camándula negra, pero nadie hablaba de los mosquitos ni llegaba a asociar todo aquello con el alcalde y sus venganzas; no obstante aquel recuerdo sí lo alcanzaba a él, poco antes de su muerte.

Para los muchachos, parte de la diversión estaba en escucharle historias al viejo cuidandero. Se sentaban en el piso de tierra afuera de su cabaña, frente a su taburete de cuero y madera viejos, que rechinaba con el peso de los años del anciano, viéndolo fumar su grueso tabaco, dejando que su memoria sacara los cuentos de entre el humo esquivo que se trepaba sin manos hacia el cielo. Siempre empezaba sus relatos, carraspeando su garganta, escupiendo de lado y diciendo: “había una vez, hace mucho tiempo…”, frunciendo su ceño como queriendo escarbar en el horizonte de la tarde, algunas palabras para echar a andar el relato.

Siempre sostuvo que sus cuentos eran verídicos, pero quedaba en el ambiente anochecido del final de cada historia, una leve sensación de que el viejo se divertía más que ellos, al embaucarlos con su imaginación que habían fertilizado los años. Ninguno de ellos, supo a ciencia cierta, cuántas veces improvisó, cuántas veces narró hechos reales o cuántas veces repitió sus propios inventos. Lo cierto es que se divertían los cuatro, transitando por los vericuetos de la narración que siempre terminaba cuando la noche se declaraba establecida. Anselmo les contó la aventura de Rafael en la noche de la mujer en llamas y como tantas otras veces, dejó tan impresionadas sus mentes jóvenes, que les costó trabajo conciliar el sueño, haciendo que el miedo de la historia volviera repetido a sus mentes, de manera tan vívida, que aquella noche durmieron juntos los tres hermanos en la misma cama.

Desde entonces, exaltados por alguna especie de morbo, le solicitaban cuentos de espantos y aparecidos, obligándolo a doblegar su imaginación para que produjera narraciones cada vez más aterradoras, aunque cada vez más increíbles. Pero la producción de su imaginación terminaba por agotarse en unos pocos días y el viejo se escondía con cualquier disculpa para huirle a su joven auditorio, avergonzado por la decadencia de su arte. En otras oportunidades, intentando elaborar cuentos novedosos, terminaba por revolver narraciones ya contadas, entretejiendo personajes y hechos de otros cuentos, hasta que los muchachos protestaban, trayéndolo a la realidad que le hacía reconocer que sus historias, eran menos numerosas que sus arrugas. Los hijos de José Antonio fueron haciendo menos frecuentes sus visitas, más para darle tiempo de inventar narraciones nuevas, que por sentirse defraudados, en un gesto de cariñosa comprensión con el viejo cuidandero.

Ellos esperaban pacientes la producción de cuentos salidos de la experiencia y la mente viejas de Anselmo, mientras las semanas seguían su curso entre las clases aburridas y los regaños del alcalde. Un sábado cualquiera, después del mediodía y después de no verlo en toda la semana, los tres muchachos corrieron hasta su cabaña para “tomarle la tarea” a Anselmo, preguntándose cada uno internamente, “con qué clase de disparate resultaría en esta ocasión”. Pero no hubo más narraciones, ni reales ni ficticias. Lo encontraron sentado en su viejo taburete al lado de la cama donde yacía su mujer con los ojos cerrados. Se había muerto la noche anterior, sin protestar ni despedirse; solo cerró los ojos y abandonó este mundo, dejando a su viejo con el peso de la soledad y la cabeza clavada en el pecho, negándose a seguir caminando solo por la vida que había compartido con ella por setenta años, en aquellas mismas tierras. José Antonio le organizó un sencillo funeral y quiso llevarlo para la casa grande con la familia, pero él se resistió suavemente, diciéndole:
-“No, patroncito, yo le agradezco, pero su padrecito don Rafael y mi María, me dejaron aquí y aquí me quedo a esperar la muerte. No se preocupe, que esa no se demora.”
Parecían palabras premonitorias o el comienzo de la narración de su último disparate, pero ahora José Antonio al recordarlo, aprendía que los montones de años, también traen consigo la certeza de la muerte, que se anuncia a los viejos en un gesto de cortesía, dándoles algunas horas o algunos días para despedirse de sus recuerdos. Eso mismo hacía él ahora, despedirse de sus recuerdos con el pretexto de esperar un tren que pasaba a las cinco de la tarde.

Después de sepultar a su María, Anselmo se quedó sentado en su viejo taburete, con la cabeza sobre el pecho, sin quitarse el sombrero y con el bordón en la mano, para que la muerte no lo cogiera mal sentado. El martes siguiente volvieron los muchachos para acompañarlo un rato y encontraron la puerta de la casita abierta y al fondo él, sentado tal como lo habían dejado el domingo. Enrique se acercó y tocó su mano yerta; trató de sacudir levemente su hombro, pero no respondió; volteó para mirar a sus hermanos y solo vio detrás de ellos, la puerta abierta por donde se había colado otra vez la muerte y por donde se había ido la vida de Anselmo, que no quiso esperar más en la soledad de su tristeza.

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