A LA ORILLA DEL RIO
Lucila confiaba en el río, le creía. De tanto verlo pasar, año tras año, con sus aguas amarillas pintadas de arenas traídas del pasado, había aprendido a interpretarlo. Sabía descifrar en los nudos y las ondas del agua, cuándo venían los días tranquilos o cuándo anunciaban turbulencias grandes o pequeñas para la gente del puerto. Era una rara especie de premonición sacada de la sinuosidad de las aguas. Nadie se lo había enseñado; “eso no se aprende, decía, sale del fondo del corazón, igualito que un presentimiento”. Solo Héctor su marido, supo de esa rara habilidad, pero nunca le hizo caso. “Son embelecos de mujeres”, le dijo despectivamente y ella nunca se lo volvió a mencionar. Solo le bastaba mirar al río desde la ventana del caspete, mientras preparaba el café, dejando que su mirada se deslizara río arriba y volviera despacio hasta el muelle de las lanchas, para alimentar su corazón con una certeza de calma o una ansiedad preñada del temor de que algo desconocido podía suceder a lo largo del día.
Esa ansiedad recostada en el corazón, en espera de algún hecho ingrato que confirmara sus predicciones, fue la que sintió aquel sábado que se atravesó en su vida, para dejarla sembrada en la tristeza de sus últimos treinta y dos años. A las cuatro y treinta de la mañana, como siempre lo hacía, bajó de su casa a la caseta del río, donde vendía café, bebidas y algo de comida a los viajeros del río que llegaban al puerto, para quedarse, para tomar el bus o para dejar la carga y seguir río abajo buscando la suerte, siempre esquiva para la gente anónima de los pueblos. Bajaban desde las cinco con el amanecer, buscando el café oscuro y cargado, los patacones, los huevos duros, el arroz con lisa, el sancocho de pescado, la cerveza enfriada con agua del río, o lo que hubiera en el menú de la caseta. Siempre había en el muelle, por lo menos tres lanchas en tránsito, dejando o recogiendo pasajeros y carga, con sus clientes, habituales u ocasionales.
Ese sábado bajó con los niños porque no había con quién dejarlos en la casa. Ricardito, el sobrino de Héctor, agarrado con sus ocho añitos de su mano izquierda, y su hija sosteniéndose de su derecha, para no dejar que se le espantara el sueño, con los ojitos entrecerrados y los pasitos erráticos de sus seis años, abrazada a su muñeca envejecida por los mimos. Los tres en el silencio de los afanes del negocio, recorrieron las pocas cuadras penumbrosas que los llevaban hasta el embarcadero, como devorándose una rutina cualquiera, que ha de irse, entre más rápido se cumpla. La caseta estaba hecha con estructura de madera forrada con láminas de latón. De cara al río se levantaba la media puerta que sostenida por dos varillas oblicuas a los lados del caspete, hacía de alero para albergar a los clientes. Héctor también había instalado un mesón hecho con un gran tablón que servía de comedor, rodeado de troncos que fingían ser sillas, para quien quisiera demorarse algo más del tiempo necesario, para tomarse un tinto y averiguar por los acontecimientos del puerto.
Lucila vertió el café en la olla de agua recién hervida y mientras revolvía la mezcla, se quedó mirando al río. No parecía traer algo extraño, pero no le gustó la apariencia amarillenta de siempre, oscurecida por la casi penumbra del amanecer; se le antojó moribunda, cargada de presagios, de aquellos que duelen una eternidad. Se llevó su mano libre a la altura del corazón y prefirió no pensar, no sacar conclusiones; solo sabía que la apariencia del río en aquella mañana, no le gustaba, algo quería decirle. Sacudió su cabeza para espantar los presagios y volvió a la conciencia de sus labores. Roció con su mano, agua fría sobre el café humeante para que “se asentara” más rápido y retiró la olla del fogón para darle paso a la olla del chocolate, pero en su rutina de realizar varias tareas simultáneamente, comprobó que no había chocolate en la caseta. Lo había dejado en la casa, listo para traerlo, pero allá se había quedado en los apuros de la rutina.
Podía mandar a Ricardito hasta la casa, pero nada le aseguraba que el niño tuviera la destreza de abrir el candado y soltar la cadena de la puerta, volver a cerrar, tal como ella acostumbraba y hacer los trayectos de ida y vuelta sin mayores demoras, sin dejarse distraer por cualquier cosa en el camino. Ese no sería el comportamiento de un niño y menos de uno como aquel. Seguramente se quedaría jugando por el camino o dejaría la puerta a medio cerrar y el asunto era para ya. Colocó las ollas calientes hacia el rincón del mesón de la caseta, apagó la estufa, mientras pensaba que podía dejar a los dos niños allí, entretenidos jugando mientras ella iba y volvía, lo que le tomaría a lo sumo quince minutos. “Se quedan ahí juiciosos sin tocar nada, les dijo en tono de firmeza maternal; si viene alguien, que me espere; yo no me demoro”, sentenció y salió a las volandas, como hacen todas las mujeres para cumplir con las expectativas de todo el mundo.
Los niños correteaban afuera de la caseta; él persiguiéndola con el acoso natural del macho a la hembra, amenazándola con una araña en la mano, rescatada de cualquier rincón, para asustar a la pequeña y refrendar el viejo poder del músculo. Dos vueltas a la caseta y el juego se convirtió en “escondidas”; la pequeña se refugió detrás de un promontorio de arena atravesado de camino al muelle; una inútil vuelta más del niño y el juego perdió atractivo para él. Volvió a la caseta y hurgó entre las latas hasta encontrar la escopeta de Héctor. La había escondido allí, para no tenerla en la casa y para tenerla a mano, por si fuera necesario defender el negocio de alguna posible amenaza proveniente del río y el niño lo había visto guardarla. Ahora estaba en sus manos y con ella, Ricardito se sentía con todo el poder para enfrentarse al mundo y también, para buscar a la niña, que suponía cercana y atemorizada, en espera de ser sometida como castigo por su cobardía. La buscó y la halló sin mucho esfuerzo, sentada tras el morro de arena seca. Ella, olvidándose del juego y de la araña, acariciaba el cabello de su muñeca, apoyada en su regazo, en un consentimiento parvulario, materno y protector, cuando lo vio parado frente a ella, apuntándole con la escopeta en actitud triunfal y definitiva.
Saltó de su escondite impulsada por un nuevo susto y corrió de nuevo a la caseta buscando refugio. Detrás de ella, el niño la perseguía, emitiendo sonidos de disparos con su boca, como lo hacían todos los niños del puerto, cuando jugaban a los pistoleros o a los vaqueros. Sin soltar su muñeca, que abrazaba dando y buscando protección, se acurrucó debajo del mesón de la caseta, atisbando a través de una rendija dejada por la mala unión de los tablones, con el deseo casi hecho terror, de que el peligro encarnado en su primo, desapareciera. Pero al otro lado de la rendija se asomaba el cañón de la vieja escopeta. “Usted me va a matar” le dijo trémula, tratando de alejarlo. El repitió con su boca el sonido de los disparos. “Si me mata, le cuento a mi mamá”, le amenazó buscando disuadirlo, pero ahora el sonido del disparo salió de la boca del arma, con un penetrante olor a pólvora vieja y un eco mortal que se negaba al silencio, en medio de la humareda dejada por el disparo.
La niña sintió un calor abrasador en la parte alta de su pecho y una sensación de abandono adormecido que la empezó a acunar, para apartarla suavemente de la existencia. Se desvaneció sobre el piso arenoso de la caseta, mientras la sangre infante de su pecho empapaba su vestido y sus ojos grandes, empezaban a cerrarse en un sueño sin retorno. El niño entró a la caseta y la vio tendida en el suelo. Sintió su propio cuerpo debatirse entre un calor húmedo que lo acusaba y el frío filoso de la impotencia; su boca perdió toda humedad y sintió aumentar el tamaño de su lengua; las manos no le respondían y la escopeta cayó pesada y brusca al suelo, abandonada y culpable. Salió corriendo sin rumbo con los ojos anegados en lágrimas dolientes, tal vez buscando a alguien que se doliera también por los dos. Le dolía por su prima, que quedaba allí tirada en el piso en medio de su sangre; le dolía por él mismo que había desobedecido la orden de no tocar el arma, lastimando a su prima a pesar de quererla entrañablemente; le dolía por Héctor y por Lucila, que se iban a enojar mucho; le dolía, porque había cambiado el rumbo de las cosas en esa mañana que todavía no terminaba de amanecer.
Ulpiano, el que ataba y desataba las lanchas, casi el encargado de organizar aquel embarcadero, fue el primero en llegar. Había sentido a los niños en su juego, pero no le dio importancia; oyó la imitación infantil de disparos pero los colgó de la indiferencia, hasta que lo sacudió el estruendo del disparo; lo sintió como un malvado ramalazo, de esos que asaltan la vida para recordarnos a todos nuestra pequeñez que disfrazamos de indiferente arrogancia. La caseta olía intensamente a pólvora, el humo flotaba azuloso en el aire caliente y luminoso de la mañana que nacía. Se arrodilló al lado de la pequeña y la acomodó entre sus brazos oscuros y fuertes, acostumbrados a la rudeza de las tragedias; acarició la cara de la niña, retirándole los mechones claros del cabello, para encontrase con los ojos a medio cerrar que se despedían de la luz y de la vida. La levantó del suelo y salió de prisa con ella de la caseta, esperando que alguien atajara aquella vida esquiva que se desvanecía por los caminos de la huida.
Lucila oyó el disparo cuando ya iniciaba el camino de regreso a la caseta. Algo en sus entrañas le dijo que aquel ruido, tenía que ver con ella; recordó el aspecto sinuoso y oscuro del río cuando abrió la ventana del caspete y recordó también que los niños habían quedado solos. Se sintió culpable y le faltó el aire; sus fosas nasales se abrieron más de la cuenta para darle el aire que necesitó en su carrera hasta la caseta, sintiendo un dolorcillo extraño en la nuca, que no era otra cosa que la manifestación de la premonición siniestra, que confirmaba sus temores de la madrugada. Se sintió culpable, se sintió lenta; le pesaban las piernas y el camino se le antojó más largo que nunca. Se tropezó con Ricardito que corría hacia la casa con los ojos cerrados, encharcados por las lágrimas. Lo frenó contra su regazo, en un abrazo que le evitó la caída pero que también buscaba atrapar las respuestas traídas a la fuerza. “Qué pasó?”, le preguntó una y otra vez sin que la respuesta encontrara el camino a través del llanto confundido del niño. Allí parados no estaba la respuesta; lo tomó de la mano y siguió el camino, preguntándole de nuevo, “qué pasó?” y “dónde está la niña?”, hasta que vio a Ulpiano acercarse a ellos, con la niña en brazos. Se detuvo a dos pasos de ella, moviendo su cabeza negativamente. El cuerpo de la niña, acunado en sus brazos, parecía más el de un pajarito aterido y enjuto, con sus bracitos y piernas, bamboleándose como colgajos al ritmo de la carrera afanosa del hombre. Había cerrado ya los ojos de sus seis años, despidiéndose de la vida en la última curva. Él sintió que también su aire se iba, pero supo que ya el afán no tenía sentido; solo la tristeza inmensa acompañó los pasos que lo fueron acercando a Lucila, mientras sus ojos viejos y su cabeza sudorosa y negativa, entregaba la mala noticia, sin pronunciar palabra.
El pueblo entero sintió el disparo; el eco fue llevando su sonido por los rincones, dejando en cada casa, un presagio, un lamento incierto, donde casi se sentía el olor a pólvora vieja y permitía adivinar alguna tragedia. Uno a uno fue bajando camino al río, sin que nadie les hubiera indicado el rumbo que había recorrido aquel estruendo, que todos decían haber sentido tan cercano, como surgido en el patio de sus propias casas y que Lucila revive, cuenta y recuenta cada vez que puede, con todo el detalle, para que el recuerdo no se duerma, concluyendo su relato con los ojos cansados, ya sin llanto y diciendo, “hoy tendría treinta y ocho”.
Bogotá, D.C., enero de 2008
ELLAS DOS….
Las vi desde mi ventana. Un grupo de tres o cuatro personas, un hombre joven, algo robusto, una mujer de apariencia mayor y las jóvenes; parecían estar juntos. Un grupo nada particular, como cualquier otro, esperando un bus que demora en pasar y entre tanto, hablarán de cualquier cosa, o de muchas cosas que los relacionan. Nada especial, supongo. Unos minutos después volví a asomarme a mi ventana. Es la ventana del estudio y por eso, cada vez que levanto la vista del teclado, para buscar una palabra, para redondear una idea y luego pincharla contra el teclado, la mirada se sale por esa ventana y tropieza con lo que invade la calle. Estoy en un edificio de apartamentos ubicado en la intersección de dos calles con bastante tráfico, de vehículos y de gente; gente que va y viene, que se atraviesa, que se detiene a esperar, a estorbar o a conversar.
Volví a mirar y ya no estaban los otros dos. El hombre y la mujer se habían ido; tal vez tomaron un bus y dejaron allí, solas, a las dos muchachas. Una, tenía el cabello más corto, ensortijado, medio desordenado el peinado, eso que ahora llaman informal, dejando ver pendiendo de sus orejas, grandes candongas brillantes, tal vez de plata, que brillaban con el sol al vaivén de los movimientos de su cabeza. Llevaba una chaqueta de cuero negro, de talle corto y unos jeans azules desteñidos; de su hombro izquierdo colgaba una mochila tejida en lana, de esas que usan los muchachos universitarios, como prenda infaltable de su indumentaria, casi a manera de identidad. Bajo la chaqueta, una camisa muy blanca, sin apuntar sus primeros botones para que se insinuaran juveniles sus senos.
La otra, vestía de forma más femenina, su cara un tanto más fina, cabello menos oscuro, liso, cayendo sobre sus hombros, un vestido corto de color verde claro, medias negras largas, cubriéndole toda la pierna y unas botas altas, hasta la rodilla, con un saco ligero de lana, que parecía cumplir apenas con la función de protegerla ligeramente de la brisa de septiembre cargada con un frío punzante que se resiste a ser dominado por el sol tímido, indeciso a calentar como debiera. Hablaban, las dos hablaban. Parecían compartir frases cortas, apenas suficientes para comunicarse y entenderse: Nada importante; podría haber mirado para otra parte o volver a mi teclado, pero se miraban con ternura, se percibía tanta ternura que no quise dejar de mirarlas.
Se abrazaban, una y otra vez, como si se estuvieran acordando de diferentes episodios por los cuales debían felicitarse o consolarse, y la mejor manera de hacerlo era esa, repetirse los abrazos. Pero eran abrazos de amantes, no hay duda. Una, la de chaqueta negra, pasaba su mano con delicadeza por la cara de la otra, retirándole amorosa los mechones de pelo y aprovechando para deslizarle suave y acariciadora, la palma de su mano por la cara. De nuevo se abrazaban y ahora la caricia por las mejillas era de la otra. Parecía que se estaba sellando una reconciliación, un reencuentro, algo que les confirmaba sus mutuos sentimientos. Eran amantes, no cabe duda. Pero aquello no me inspiró repudio, no. Me pareció una escena tierna. Tal vez porque la escena no fue fugaz, cosa de momento, que sólo deja ver algo anormal. No, aquello se prolongó para presentir más allá del pecado, más allá del juicio que condena la imagen por extraña a los valores.
Se abrazaron de nuevo, juntaron sus mejillas y luego juntaron sus labios suavemente, se miraron a los ojos sin desprenderse del abrazo, se acercaron ajenas al mundo entero y se volvieron a besar. La chica del vestido verde, de cabello más claro y más largo, metió los dedos de sus manos en las entradas de los bolsillos de su compañera, la de la chaqueta negra, asiéndola, manteniéndola cerca, para que sólo el tiempo pasara entre ellas; la otra, la tomó por la cintura, subiendo sus manos cariñosas por la espalda y bajando hasta consentir la raíz de las nalgas.
La gente pasaba a su lado, jóvenes y viejos; algunos miraban, otros fingían no verlas, como si no existieran, y ellas preferían que así fuera, que el mundo no las viera, que el mundo no existiera, que las dejara solas en medio del universo. Yo, las dejé allí, paradas en mi recuerdo.
Bogotá, D. C. septiembre 18 de 2010