miércoles, 26 de septiembre de 2012

YO NO QUERÍA PERDER (Fragmentos)

Cuando le cuento todo esto, siento que los recuerdos pesan más que los años. Es como si ellos fueran desfilando en busca de un camino de regreso, a veces rumbo al perdón y en ocasiones hacia la calma; tal vez un camino tapizado de nostalgia que también lleve a la felicidad, a una felicidad serena, algo escasa. Le escribo esto, porque ……… es mi forma de huir del olvido, de la desaparición; porque la vanidad de ser es tan fuerte que no perdona….cuando se camina raudo hacia la certidumbre de la muerte, de la nada temporal. Aunque no sé, por qué habría de ser esto algo trascendental o extraño, si desde que nací, la muerte me ha perseguido y creo que ya me alcanzó. 

Mi experiencia consciente, más antigua con la muerte, estaba vestida apenas de curiosidad. El primer recuerdo que tengo es un poco difuso; era una carroza grande, de madera negra brillante y embellecida con boceles dorados, delicados, que había reemplazado sus puertas laterales y estribos, por grandes vidrios encortinados con raso morado, a través de los cuales se veía el ataúd acostado con su muerto, rumbo al cementerio. La carroza era tirada por uno, dos o más caballos, percherones o jamelgos y acompañada de escolta tan numerosa, como fuera la importancia del difunto; desde un acompañante en el pescante, vestido de frac o saco y corbata, hasta un cortejo completo de a caballo, seguido por varios carros negros, grandes, Packard, Lincoln o Cadillac, de esos que llegaron al país por los años cuarenta, todos ellos adornados con coronas de flores en sus techos, con gente dentro, vestida de negro, como si el negro fuera el color del dolor y la tragedia. Si el muerto era cualquier Rodríguez, bastaba con la carroza de un caballo y un par de carros acompañantes, seguidos de otro par de buses, donde se acomodaban los amigos y conocidos, simulando ser dolientes. Para los muertos pobres no había carroza, si acaso un cajón barato llevado en hombros, y de cortejo, algunos pocos familiares y conocidos que lo lloraban o fingían llorarlo, porque de todas maneras, no hay muerto malo ni novia fea, y en este país que se precia de cristiano, se le daba importancia dominguera a los ritos de despedida de los muertos, tal vez por un mal disimulado temor angustioso, a que el difunto regresara del más allá, para cobrar la descortesía de no acompañarlo bien, en su último tránsito por la tierra de los vivos. Recuerdo que los caballos de esas carrozas iban dejando, de tanto en tanto, regados por la calle, montoncitos de mierda cuyo olor casi vegetal, se mezclaba con el aroma de lirios, anturios y azucenas de las coronas, para preñarse después con los distintos olores de lociones y aguas de colonia, usados en la ocasión, como muestra de distinción, elegancia y hasta deferencia con el difunto. De alguna manera los acompañantes vestían sus mejores galas para decirle a los dolientes –y quizás al muerto mismo- qué tan importante lo consideraban. Todavía puedo reconocer ese recuerdo en el olfato, teñido con un olorcillo a lavandería de barrio, un dejo de varsol, que en una tarde de sol bogotano, acompañaba al sentido cortejo hasta alguno de los tres cementerios que tenía entonces la ciudad. 

El muerto, vestido tan impecable como yo, se refugiaba hermético en su cajón, ocupando el centro de la sala y rodeado por sillas, sillones, asientos, butacas y taburetes, desiguales y destinados a las visitas que se asomaban al vidrio del ataúd para despedirlo, mientras se persignaban, como si ese gesto fuera un sortilegio o una contra, para que el difunto se fuera en paz y se desprendiera de cualquier intención de volver al mundo de los vivos para asustar o para llevarse a alguien hacia el reino del hades. A todos los visitantes se ofrecía generosamente café, agua de hierbas o aguardiente, servidos en vasos pequeños que se pasaban con frecuencia en bandejas diversas, ante la presencia inmutable del cuadro del sagrado corazón, que presidía todas las salas de todas las casas. Yo no tomaba nada de eso; se me antojaba que estaría tomándome algo del muerto mismo, y esa casi certeza, con los olores que venían a mi recuerdo, me producían un mareo particular, que me obligaba a huir a la primera oportunidad. Las pocas funerarias que había en Bogotá en esa época, que por coincidencia comercial siempre estaban cerca de un hospital, solo vendían los ataúdes y alquilaban lo necesario para la velación, hasta cuando la gente se dio cuenta de lo insalubre de la práctica, y debieron abrir en sus instalaciones, salas de velación y otros servicios, por los que cobran como si también fueran herederos de cada difunto. 

Al tío César lo llevaron a la funeraria por pura falta de espacio para velarlo en su casa. Su casa, era una pieza arrinconada tras la tienda de barrio que tenía. Doce o trece metros cuadrados de vivienda, bodega y penumbra con olor a viejo solterón y aguardiente, sin ventanas, con clavos grandes en la pared para colgar desordenadamente sus cosas, su ropa y cuanto cachivache fuera susceptible de colgar. Un espejo cansado y añejo que se esforzaba por devolver las imágenes de quienes se le enfrentaban, presidiendo un aguamanil con jarra y platón esmaltados, desportillados y amarillentos. Sobre una pequeña repisa adosada a la pared, colocaba sus cosas, la barbera, la brocha de afeitar, la crema y el cepillo de dientes, junto a un vaso de cristal opaco donde dormía la prótesis dental en las noches, cuando él se acordaba de sacársela. Arrinconada, una cama vieja, bajo la cual debía esconder sus posesiones, a medio tender con esa cobija gruesa de cuadros grandes, multicolores, que escurría hasta el piso de madera descuidada, donde asomaban olvidadas las chancletas plásticas que usaba el tío para ir al sanitario, ese rincón reducido donde cabía sólo él, parado para ducharse los domingos o sentado para desahogar sus intestinos, tras la cortina de hule que le había puesto como puerta a su privacidad, inocua privacidad ante la inmensa soledad de su cuarto. Algunos de ustedes sabían que de vez en cuando, lo visitaba una mujer y quién sabe si alguna más aceptaría la invitación de pasar un rato en ese cuarto deprimente, pero ninguna debió quedarse allí más de lo necesario para que el tío se echara un revolcón, bajo la luz mortecina del bombillo que pendía del techo con un cable retorcido. Al lado de la cama, una mesita de noche donde guardaba sus cosas más personales, haciendo juego con la lobreguez del cuartucho que a falta de muebles, almacenaba cajas de mercancía, unas sobre otras hasta el techo, todo encerrado tras una puerta de madera que comunicaba con la tienda, un pequeño abasto de barrio para vender al menudeo granos, licores, galletas, gaseosas, chocolates, dulces, sal, azúcar, jabones, cerveza y cuanta cosa fuera demandando el vecindario. De eso vivía, vestido con su blusa de trabajo, de dril amarilloso y su trapo recostado en el hombro, que le servía tanto para limpiar el mostrador como de arma mortal frente a las moscas que furtivas intentaban invadir el local, invitadas por los olores o sabores dulzones del negocio. Era el tendero de la cuadra y así lo pilló la muerte, cualquier día, sin darle ocasión a despedirse de nadie.

Después fue el abuelo Tomás. Era el más viejo de las dos familias; estaba de primer lugar en los turnos para acogerse a los beneficios de la muerte. Además, tenía demasiadas cuentas por pagar y esas pesan sobre los hombros, arrugan, envejecen, acobardan, apesadumbran y enferman. Las tías decían que los pecados cometidos en esta vida se pagaban una vez que estuviera uno delante del juez supremo. Yo creo, sin temor alguno a contradecirlas y agradado por eso, que las equivocaciones o desaciertos que se cometen, traen consecuencias que se tienen que enfrentar en vida, aquí, en lo que ellas llamaban “el valle de lágrimas”. Difícil me quedaba creerles en esa supuesta e interminable fila de millones y millones de almas medio desnudas, a la espera cada una de su turno, para enfrentar en su trono, al gran señor que no podía engañarse ni sobornarse, porque lo sabía todo y lo había visto todo. Seguramente verá todo, incluyendo circunstancias y atenuantes, cosas que muchas veces los humanos no vemos, limitados por los egoísmos. Me resisto a creer en esa fila de almas; semejante procedimiento burocrático riñe con la omnipotencia y con el hecho de que ciertamente tenga métodos menos rudimentarios. Usted nunca me habló de Dios, ni de estas cosas del juicio final o como le llamen; creo que supuso que eso era trabajo de las mujeres de la familia, de mamá o de las tías, o tal vez de la clase de religión. Eso me ha hecho pensar siempre que a usted tampoco le hablaron del tema; ni de ese ni del sexo. No me imagino al viejo Tomás hablándole del catecismo Astete, del arrepentimiento, del cielo o del infierno, aunque sí fue capaz de fabricarle infiernos a más de uno. 

Cuando conocí a Tomás ya estaba viejo; le temblaba todo el cuerpo, las manos inquietas no le permitían comer por sí solo; las mujeres le daban el alimento como a un niño pequeño y como a un párvulo lo regañaban porque no tragaba rápido, por el lento masticar, porque le chorreaba la comida por la boca a medio cerrar, porque las sometía a la tarea de servirlo, cuando lejos estaba de haberse ganado una dedicación semejante. Estaba sentado al borde de una cama en casa del tío José, metido en una ruana rala y oscura y se quedó mirándome en silencio, cuando le dijeron que era su nieto, hijo de Chucho. Yo tampoco dije nada, no tenía edad para charlar con un viejo desconocido ni algo en común para decirle. Me pareció ver en él su rostro, que cargado de cien años más y un montón de arrugas, salía de algún túnel oscuro, abrumado de culpas sin resolver y sin pagar, sin el valor suficiente para mirar atrás ni adelante, porque bien sabía que ya ni siquiera tenía un adelante, un futuro, que en el mejor de los casos, sería de unos cuantos meses. Pero se demoró mucho más de lo que él mismo hubiera querido; el tiempo le alcanzó para desfigurarle la memoria y la razón, llevándolo a transitar por la demencia y la estupidez. El tío José lo internó en un frenocomio de Sibaté en condición de loco decrépito inmanejable, porque había que dedicarle demasiada atención y en ocasiones se volaba de la casa, siendo una tarea pesada buscarlo y encontrarlo y más aún, hacerlo volver a la casa por las buenas. Pero de allí, también se voló un par de veces, quizás porque intuía en su senectud, que nada justificaba su presidio clínico y que suficiente prisión dictaba ya su conciencia agazapada. Se volaba no tanto por su astucia y premeditación, como por el descuido de los que fungían como enfermeros, que luego le pasaban la factura de su osadía, castigándolo con golpes solapados, pellizcos, baños de agua helada, gritos, insultos a sotto voce, que no dudo, sí alcanzaban a llegar al sentimiento del viejo, ya suficientemente ofendido por sus propias circunstancias.

Saber de la muerte de Tomás fue poco menos que una noticia lejana, percibida casi como rumor de rutina. Se fueron ustedes dos un sábado cualquiera y volvieron como se regresa después de cumplir con una tarea obligatoria, fastidiosa y breve. Mucho tiempo después, cuando los años fueron ablandando a mamá, me contó algunos pormenores del más triste de los funerales que yo haya conocido en las dos familias. No hubo ritual religioso -y no es que me importe como necesario-, no hubo cortejo, nada. Aquello pareció la parte final de un castigo diferido al que se le agregaba indiferencia y desprecio. El tío José determinó que un ataúd, común y corriente aunque barato, era un desperdicio enorme. Metieron al abuelo Tomás en un guacal de palo amarillo, mal armado y mal clavado, amarrado de cualquier forma y de peor manera trasladado hasta el hueco en la tierra de un cementerio del que nadie habló más. Lo arrojaron allí con tal descuido que el guacal cedió al golpe y al peso del difunto, desbaratándose y dejando a Tomás al descubierto sin que alguien le brindara un ápice de respeto. Las primeras paladas de tierra cayeron en su rostro desnudo de afectos; una tras otra se fueron acumulando sobre lo que quedaba de él, hasta taparlo y dar por terminada la tarea de sepultar a quien inspiraba indiferencia de unos y en otros, los suyos, un resentimiento rencoroso, alargado en el tiempo.